Hay pecados de omisión y pecados de comisión. Los primeros son aquellos en
los que no hacemos lo que sabemos que debemos hacer, es decir, cuando no
hacemos lo bueno, sabiendo que Dios quiere que lo hagamos. Un ejemplo claro de
esto lo vemos en la parábola de Mateo 25:31-46, donde los cabritos son
separados de las ovejas porque no dieron de beber, comer o vestir a los
necesitados ni los visitaron cuando estaban enfermos o en la cárcel. Otros
pecados de omisión pueden ser: no asistir a la Iglesia, no orar, no leer la
Palabra de Dios, no cuidar de nuestra familia, no cumplir con nuestras
obligaciones ciudadanas, no cuidar nuestro cuerpo, etcétera.
Los segundos son aquellos en los que violamos la ley deliberadamente, como
mentir, robar, engañar a nuestro cónyuge, dañar a otras personas,
alcoholizarnos, usar drogas, acciones sexuales ilícitas, etcétera. En ambos
casos, justificar nuestro pecado es no reconocerlo, y si no lo reconocemos no
llegamos al arrepentimiento.
La falta de arrepentimiento nos mantiene sometidos bajo el pecado,
estancados, sin posibilidad de progreso ni felicidad, pues el pecado trae
tristeza, conflicto, destrucción y muerte a nuestra vida. Si no nos
arrepentimos, no podemos ser perdonados. El verdadero arrepentimiento
usualmente trae dolor, y en ocasiones es muy doloroso.
Por otra parte, todo pecado trae culpa a nuestra vida, a través de la
conciencia. Hoy en día muchas corrientes afirman que la culpa es destructiva y
no debemos sentirnos culpables ni arrepentirnos de nada de lo que hayamos
hecho, sino ‘sólo aprender de nuestros errores’. La Biblia enseña otra cosa.
Ésta llama pecado a todo lo que no agrada a Dios y nos daña, o daña a otros.
La culpa es la consecuencia inmediata del pecado, y no podemos librarnos de
ella sino hasta arrepentirnos y confesar nuestro pecado. Entonces podemos
alcanzar perdón, redención, y la oportunidad de transformar nuestra vida para
empezar a hacer las decisiones correctas. La culpa es el foco rojo, el
indicador de que algo no anda bien y de que debemos detenernos a reflexionar.
La culpa puede ser destructiva, sí, pero sólo si no nos arrepentimos y
continuamos con el mismo comportamiento, o si no somos capaces de reconocer el
error a cabalidad y no intentamos mejorar fervientemente y con un corazón
sincero. La culpa puede ser destructiva sólo si no recibimos el perdón, ya sea
porque no queremos perdonarnos a nosotros mismos, o porque no creemos que Dios
pueda perdonarnos.
Tanto el pecado de omisión como el pecado de comisión son igual de graves.
Ambos nos separan de Dios y nos conducen a la muerte espiritual. El progreso
espiritual y la liberación sólo vienen cuando hay arrepentimiento. La felicidad
huye cuando vivimos en pecado. La felicidad proviene de la santidad, de acuerdo
a la Palabra de Dios. Por eso Cristo nos dijo: “Sean ustedes perfectos
como es perfecto el Padre de ustedes que está en el Cielo”. (Mateo 5:48).
El apóstol Pablo habla claramente de su doble tendencia: por un lado, para
hacer lo que no quiere, pues sabe que no es lo que debe hacer –pecado de
comisión–, y por otro, para no hacer lo que quiere y debe hacer –pecado de omisión–,
sino lo que no quiere (Romanos 17:14-20).
De igual manera, nosotros nos debatimos entre lo que debemos y no debemos
hacer. Nuestros deseos nos impulsan hacia el pecado de manera constante. La
culpa y la frustración siguen al pecado. El arrepentimiento es la clave para
liberarnos del mismo, y el perdón es lo único que puede otorgarnos la libertad,
pues es la Ley la que nos condena, pero es la gracia de Dios la que nos redime.
MG
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