No
somos abandonados a nuestra suerte ni arrojados en este mundo, sino que somos
arropados en una historia de amor que nos envuelve de los prodigios que Dios ha
realizado en favor de la humanidad, a través de la muerte y resurrección de su
Hijo Jesucristo. Desde el principio de nuestra vida -y sin ningún mérito
nuestro- contamos con el amor de Dios que le da sentido y dirección a nuestra
existencia.
Conforme
transcurre nuestra vida vamos reconociendo que nos toca hacer nuestra propia
contribución y ofrecer nuestro propio testimonio, para que nada detenga esta
historia de salvación en la que Dios se sigue haciendo presente. Llegamos a
reconocer que estamos en deuda por todo lo que hemos recibido, lo cual nos
impulsa a corresponder para que esta historia de salvación alcance la vida de
todos los hombres.
Dios
nos ha bendecido y ha alcanzado nuestra vida a través de la santidad y entrega
de tantas personas que nos precedieron. Nos sentimos comprometidos porque
recibimos tanto y porque hemos sido amados, bendecidos y cobijados por otras
generaciones. Por lo que nos toca hacer lo propio y comprometernos para que los
que están creciendo y los que vienen después de nosotros se sientan cobijados y
protegidos, como nosotros así lo experimentamos.
Jesús
también fue consciente de que entraba en una historia de salvación que
culminaría a través de su entrega incondicional por nosotros. Nos impresiona la
forma como se inserta en esta historia de salvación y como retoma lo que Dios
venía suscitando en favor de toda la humanidad.
A
partir de esta constatación podemos señalar que la grandeza y majestuosidad de
Jesús se encuentran en su humildad. El P. José Luis Martín Descalzo lo explica
con estas palabras: “Belén fue el susurro
silencioso de la brisa de Dios. Entró en la tierra de puntillas, como pidiendo
disculpas por visitarnos. Se sentó a nuestro lado, dijo unas pocas palabras
verdaderas y nada ruidosas, murió y entró en el gran silencio que dura desde
hace veinte siglos. Y el silencio era amor. Era ese silencio que sucede al amor
para hacerlo más verdadero, cuando ya ni los besos ni las palabras son
necesarias. Ese amor de los que ya ni necesitan decirse que se aman. Así, pienso,
será el gran abrazo cuando le reencontremos. Se hará como en Belén un ‘gran
silencio’ y el mundo entero al fin cambiará el ruido por el asombro y la
alegría”.
Llegó
a este mundo naciendo en un lugar marginal, en condiciones de pobreza que lo
acompañaron a lo largo de su vida. Se fue manifestando de manera paulatina, con
humildad y discreción. Qué manera tan profunda de elogiar su humildad, pues
“entró en la tierra de puntillas, como pidiendo disculpas por visitarnos”.
A
diferencia de lo que pasa con los políticos y líderes sociales, que piensan que
la historia y la vida comienza con ellos, Jesús tuvo conciencia de cómo entraba
en una historia de salvación, sabiéndose ungido para llevarla a su plenitud.
Por eso, llegaba a decir con gran humildad, respeto y firmeza: “No crean que he
venido a abolir la ley o los profetas; no he venido a abolirlos, sino a darles
plenitud” (Mt 5, 17).
Jesús
no ha venido para decir que lo de antes no sirve y es obsoleto; no ha venido
para decir que lo anterior ha sido malo y que cuenta lo que ahora se comenzará
a construir. No ha venido a abolir a Moisés, la ley y profetas, pues tiene
plena conciencia que los acontecimientos y los profetas que lo precedieron
están insertados en una historia de salvación y que en distintas etapas de esta
historia se han encargado de mantener la esperanza y de anunciar el amor de
Dios.
San
Pablo destaca, con palabras que han quedado para la posteridad, la humildad del
Señor: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría
de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo
pasando por uno de tantos” (Filip 2, 6-7).
El Señor no se pone en un plan intransigente, sino que llega a decirnos: “Vengo
a dar cumplimiento a todo, no vengo abolir nada ni a quitar lo que estaba antes
de mí, sino a darle pleno cumplimiento a todo”.
La
grandeza de Jesús está en su humildad para asumir y perfeccionar todo lo que se
había hecho y dicho antes que él. Este ejemplo debe ser determinante para todos
los que tenemos una responsabilidad, a fin de que no pensemos que el progreso
depende únicamente de nosotros, despreciando y desconociendo con cinismo todo
lo que otras generaciones han construido y que de muchas maneras ha beneficiado
nuestra vida y la vida de nuestras comunidades.
No
podemos caer en la tentación de decir que todo lo anterior es malo y no sirve,
y que lo bueno viene solo con nosotros, porque formamos parte de una historia
de salvación que nos otorga las prerrogativas del amor divino y donde debemos
comprometernos para que la salvación de Dios llegue a todos los hombres.
¿Quién
de nosotros podría asegurar que no le debe nada al pasado, que no ha necesitado
para nada las raíces de su familia y de la cultura cristiana? ¿Quién de
nosotros podría asegurar que en su crecimiento no ha dependido de nadie sino de
sí mismo? Decía Charles Forbes de Montalembert: “Para juzgar el pasado habría
que vivirlo y para condenarlo no habría que deberle nada”.
Y
el hecho es que las cosas más importantes de la vida no nos las podemos dar por
nuestra propia cuenta. El amor es algo que podemos solo acoger. La fe es algo
que podemos solo recibir. Sentirse protegidos es algo que podemos solo recibir.
Sentirse de alguien es algo que solo podemos recibir. No podemos darnos por
nuestra cuenta la pertenencia, tenemos necesidad de alguien que nos dé
pertenencia.
Por
lo tanto, nuestro avance y la posibilidad de un futuro se relaciona
estrechamente con el pasado, con ese gigante que nos lleva en hombros. Podemos
ver más y progresar porque estamos parados en un fundamento sólido que nos ha
dado la tradición, la cual genera rumbo y un profundo sentido de la vida.
Con
el ingenio y la profundidad de su pensamiento, Chesterton lo decía de esta
forma: “Tradición significa dar votos a
la más oscura de todas las clases, nuestros antepasados. Es la democracia de
los muertos. La tradición se niega a someterse a la oligarquía pequeña y
arrogante de aquellos que simplemente andan por allí caminando”.
Cuántos
retrocesos causa y cuánto daño provoca cortar las raíces sobre las cuales se ha
edificado nuestra vida. Decía Roy Campbell: “Un cuerpo sin reacción es un cadáver; también lo es cualquier cuerpo
social sin tradición”. Esos signos de descomposición se comienzan a
observar cada vez que queremos cortar con el pasado, con una tradición que ha
forjado nuestra civilización.
Le
debemos todo al pasado, a la historia de salvación que sigue insertando a los
hombres en esta dinámica del amor divino que da sentido, futuro y esperanza a
la humanidad. JJSJ
No hay comentarios.:
Publicar un comentario