Jesús
era realista. Sabía que no podía transformar de un día para otro aquella
sociedad donde veía sufrir a tanta gente. No tiene poder político ni religioso
para provocar un cambio revolucionario. Solo su palabra, sus gestos y su fe grande
en el Dios de los que sufren.
Por
eso le gusta tanto hacer gestos de bondad. «Abraza» a los niños de la calle
para que no se sientan huérfanos. «Toca» a los leprosos para que no se vean
excluidos de las aldeas. «Acoge» amistosamente a su mesa a pecadores e
indeseables para que no se sientan despreciados.
No
son gestos convencionales. Le nacen desde su voluntad de hacer un mundo más
amable y solidario en el que las personas se ayuden y se cuiden mutuamente. No
importa que sean gestos pequeños. Dios tiene en cuenta hasta el «vaso de agua»
que damos a quien tiene sed.
A
Jesús le gusta sobre todo «bendecir». Bendice a los pequeños y bendice sobre
todo a los enfermos y desgraciados. Su gesto está cargado de fe y de amor.
Desea envolver a los que más sufren con la compasión, la protección y la
bendición de Dios.
No
es extraño que, al narrar su despedida, Lucas describa a Jesús levantando sus
manos y «bendiciendo» a sus discípulos. Es su último gesto. Jesús entra en el
misterio insondable de Dios y sus seguidores quedan envueltos en su bendición.
Hace
ya mucho tiempo que lo hemos olvidado, pero la Iglesia ha de ser en medio del
mundo una fuente de bendición. En un mundo donde es tan frecuente «maldecir»,
condenar, hacer daño y denigrar, es más necesaria que nunca la presencia de
seguidores de Jesús que sepan «bendecir», buscar el bien, hacer el bien, atraer
hacia el bien.
Una Iglesia fiel a Jesús está llamada a
sorprender a la sociedad con gestos públicos de bondad, rompiendo esquemas y
distanciándose de estrategias, estilos de actuación y lenguajes agresivos que
nada tienen que ver con Jesús, el Profeta que bendecía a la gente con gestos y
palabras de bondad. JAP
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