Cristo es, para muchos, un ser extraño, un recuerdo, un
nombre, un dato cultural.
Entre los mismos bautizados, algunos viven con ideas confusas
sobre la Persona de Cristo, sobre su vida, sobre su misión. Otros simplemente
lo han dejado de lado, en el baúl de los recuerdos, entre aquellas cosas que
llegaron a ‘estudiar’ en su niñez o adolescencia.
La pregunta por Cristo involucra a toda la persona. ¿Quién es
Jesús? ¿Qué hizo? ¿Por qué vino al mundo? ¿Cuál es la verdadera causa de su
Muerte? ¿Resucitó de verdad? ¿Tiene valor su vida para mí?
La respuesta que formulemos nos afecta íntimamente. Giovanni
Battista Montini, en un texto que escribió cuando era un sacerdote de 37 años,
explicaba que conocer a Cristo implica ‘vivirlo’, es decir, comprometer toda la
vida.
Existe, sin embargo, el gran peligro de dejarlo de lado. El
mismo Montini (que después de muchos años llegaría a convertirse en el Papa
Pablo VI) recogía un texto de otro autor en el que se presentaban las
diferentes situaciones de alejamiento respecto de Cristo: conocerlo sin amarlo,
suponerlo sin conocerlo, dejarlo de lado, y olvidarlo.
Nosotros quisiéramos recorrer el camino opuesto, si fuera
necesario: desde el olvido hacia el conocimiento, para culminar en el amor.
Porque conocer a Cristo es posible desde un movimiento de amor y para el amor.
No logramos un pleno conocimiento de Él si seguimos indiferentes ante su
Mensaje, ante su Iglesia, ante sus exigencias, ante la esperanza maravillosa
que nos ofrece.
Entre los asuntos esenciales de la vida hay uno que resulta
clave: conocer y amar a Cristo. Será entonces posible que repitamos y hagamos
propias las palabras de san Pablo: “pues no quise saber entre vosotros sino a
Jesucristo, y éste crucificado” (1 Co
2,2). “Y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo
al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se
entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20).
FP
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