El
SIDA (en inglés, AIDS) es una de las enfermedades que más estragos ocasiona en
el mundo, especialmente en África.
Los
datos publicados por la OMS relativos al año 2007 muestran la gravedad de la
situación: la epidemia sigue cobrándose millones de vidas.
El
número de contagiados gira alrededor de los 33 millones de personas. El virus
HIV penetra en la vida de innumerables niños, jóvenes y adultos, hombres y
mujeres, en todos los continentes, pero especialmente en África. El número de
muertos por SIDA hasta el año 2008 alcanzaría un número aproximado de 38
millones de personas (la cifra podría ser mayor).
¿Qué
hace y propone la Iglesia para paliar el dolor de millones de personas y para
prevenir nuevos contagios?
Un
punto central consiste en la atención y el respeto hacia el enfermo. Hay que
evitar cualquier tipo de marginación o de condena. Mirar a un enfermo de SIDA
como si fuese un ‘castigado por Dios’ no es ni cristiano ni justo desde una
perspectiva simplemente humana. Es cierto que algunos contraen la enfermedad
por comportamientos peligrosos (por ejemplo, una excesiva promiscuidad sexual o
por el uso de ciertas drogas), pero ello no quita el respeto que merece todo
enfermo, ni destruye su dignidad de ser humano. A la vez, resulta injusto
excluir o marginar a las personas seropositivas de la vida social, cuando
podrían desarrollar con normalidad y sin riesgos muchas actividades laborales.
Sobre
este punto, podemos hacer presente lo mucho que está haciendo la Iglesia. Se
calcula que un 25% de enfermos de SIDA reciben tratamiento en organizaciones de
la Iglesia o promovidas por católicos, lo cual es una ayuda enorme. Y eso que
la Iglesia no siempre recibe fondos de organismos filantrópicos que promueven
campañas contra el SIDA, sino que tiene que financiarse muchas veces con la
generosidad de millones de católicos que se sienten invitados a hacer algo por
quienes viven situaciones tan dramáticas como esta.
Junto
a la atención a los enfermos, la Iglesia invita a promover medidas de
prevención, como se hace respecto de cualquier enfermedad contagiosa. La
prevención debe aplicarse a los distintos niveles en los que es posible
contraer el SIDA, es decir: en las relaciones madre-hijo (antes, durante o
después del parto); en las transfusiones de sangre o a través del contacto con
heridas; a través de relaciones sexuales; en ciertos modos de drogarse.
Respecto
al contagio madre-hijo, se puede hacer mucho con una buena inversión en
medicinas para África, como ya se hace en los países ricos. Por egoísmo o por
otros motivos no claros, el mundo desarrollado no está ayudando como debería en
este punto. Hoy es posible reducir el contagio materno-filial a porcentajes muy
bajos con un buen seguimiento médico del embarazo y del parto, y con ayudas
para evitar una lactancia peligrosa.
Respecto
a la transmisión sexual, es claro que el método preventivo más seguro es la
abstinencia antes del matrimonio y la fidelidad conyugal. Estos dos consejos
coinciden con la doctrina de la Iglesia sobre la moral matrimonial, y tienen un
valor antropológico muy rico, válido también para los no creyentes.
Si
uno ha sido contagiado por el virus del SIDA, tiene una responsabilidad muy
grave de evitar relaciones de cualquier tipo, incluso con preservativo
(condón). Algunos critican fuertemente la posición de la Iglesia sobre este
punto, pero tal posición tiene a su favor razones de peso. Cuando se trata de
una enfermedad contagiosa y que implica peligro de muerte, no basta con reducir
el riesgo de contagio como se puede hacer con el preservativo (dicen que
resulta eficaz en un 90% de los casos). Lo que hay que hacer, entonces, es
optar por el medio más seguro (con una seguridad del 100%): abstenerse de
relaciones sexuales o de comportamientos peligrosos (compartir jeringas para
drogarse, etc.).
Algunos,
sin embargo, preguntan: si una persona contagiada (seropositiva) quiere tener
relaciones ‘peligrosas’, ¿no sería bueno aconsejarle el uso del preservativo?
La pregunta es un poco parecida a la de aquel que preguntaba: si alguien está
decidido a matar a un enemigo, ¿le invitamos al menos a usar un narcótico para
que la víctima no sufra? ¿Podemos proponerle un curso de puntería para que sus
disparos no hieran a otros que pasen por el lugar donde está la víctima?
Notamos
en seguida que hay un vicio en el planteamiento de estas preguntas, pues ya
estamos en una actitud equivocada de base. Siempre es bueno reducir daños, pero
en temas de vida o muerte (ese es el caso del SIDA), no basta con una opción a
favor de ‘reducir daños’, sino que hay que ir a fondo.
Podemos
añadir, además, un dato estadístico a favor de la abstinencia. Las campañas
basadas solamente en la promoción del uso de los preservativos han logrado
pocos resultados en evitar nuevos contagios de SIDA. En cambio, las campañas
que han defendido con claridad el valor y la eficacia de la abstinencia, como
las promovidas en Uganda, ya están viendo sus frutos. Los datos hablan por sí
solos: con programas implementados desde 1992 a favor de la abstinencia y de la
fidelidad conyugal, se ha reducido la tasa de contagios en Uganda en un 50%. El
número de infectados ha pasado de un 12-15% (1991) a un 4-5% (2003) de la
población.
A
esta luz se comprenden las palabras del Papa Benedicto XVI en la rueda de
prensa que tuvo al iniciar su viaje a Camerún y Angola (el 17 de marzo de
2009), y que han sido malinterpretadas y leídas fuera de contexto, incluso con
tergiversaciones que rayan en lo absurdo. Ante la pregunta de la postura de la
Iglesia ante el SIDA, considerada por algunos como poco realista y eficaz, el
Papa respondió:
“Yo
diría lo contrario: pienso que la realidad más eficiente, más presente en el
frente de la lucha contra el SIDA es precisamente la Iglesia católica, con sus
movimientos, con sus diversas realidades. Pienso en la comunidad de San Egidio
que hace tanto, visible e invisiblemente, en la lucha contra el SIDA, en los
Camilos, en todas las monjas que están a disposición de los enfermos... Diría
que no se puede superar el problema del SIDA sólo con eslóganes publicitarios.
Si no está el alma, si no se ayuda a los africanos, no se puede solucionar este
flagelo sólo distribuyendo preservativos: al contrario, existe el riesgo de
aumentar el problema”.
¿Cuál
sería, entonces, la manera correcta de afrontar el problema? Benedicto XVI
continuaba así en su respuesta:
“La
solución puede encontrarse sólo en un doble empeño: el primero, una
humanización de la sexualidad, es decir, una renovación espiritual y humana que
traiga consigo una nueva forma de comportarse uno con el otro; y segundo, una
verdadera amistad también y sobre todo hacia las personas que sufren, la
disponibilidad incluso con sacrificios, con renuncias personales, a estar con
los que sufren. Y estos son factores que ayudan y que traen progresos visibles.
Por tanto, diría, esta doble fuerza nuestra de renovar al hombre interiormente,
de dar fuerza espiritual y humana para un comportamiento justo hacia el propio
cuerpo y hacia el prójimo, y esta capacidad de sufrir con los que sufren, de
permanecer en los momentos de prueba. Me parece que ésta es la respuesta
correcta, y que la Iglesia hace esto y ofrece así una contribución grandísima e
importante. Agradecemos a todos los que lo hacen”.
En
conclusión, el SIDA sigue siendo un reto para la comunidad internacional,
llamada a ayudar a los países más afectados. A la vez, es una invitación a
evitar comportamientos discriminatorios contra los enfermos o los
seropositivos, y a omitir aquellos actos que puedan ser causa de nuevos
contagios.
La
postura de la Iglesia católica a favor de la abstinencia y la fidelidad, y el
esfuerzo por atender a los millones de enfermos de SIDA son, en este sentido,
una contribución muy valiosa para defender la vida y la salud de tantos seres
humanos necesitados de un apoyo fraterno, que es siempre la base de cualquier
justicia social. FP
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