Otros,
en cambio, viven insatisfechos, con lo que son, con lo que tienen, con lo que
hacen, con sus relaciones.
A
veces una misma persona está satisfecha en algunos momentos o actividades, e
insatisfecha en otros.
La
satisfacción surge, normalmente, cuando experimentamos cierta plenitud, o un
placer sano, o la alegría de sabernos amados.
La
insatisfacción, por su parte, surge desde experiencias dolorosas, ante
fracasos, o cuando una relación se hace difícil y tensa.
Puede
haber personas satisfechas que viven de modo equivocado, incluso desde acciones
que van contra el bien y la justicia.
Por
el contrario, ocurre también que hay personas insatisfechas con su situación
concreta, pero se mantienen en el camino del bien y la justicia, a veces en
medio de pruebas e incomprensiones muy dolorosas.
Es
plenamente legítimo aspirar a una vida en la que la plenitud, la satisfacción,
surjan desde la honestidad y desde ese amor auténtico que da un color diferente
a todo lo que hacemos.
Pero
cuando los problemas se acumulan, cuando los golpes de la vida nos hieren en el
cuerpo o en el alma, experimentamos cómo todo lo terreno tiene una fragilidad
que nos amenaza continuamente.
La
verdadera satisfacción, la que nadie nos puede arrebatar, solo se puede
conseguir como un don de Dios, que es Padre, que es Omnipotente, que es
misericordioso.
Esa
verdadera satisfacción es la que ofrece Cristo, muerto y resucitado por
nosotros, que nos dijo palabras que nos llenan de esperanza: “También vosotros
estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y
vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16,22). FP
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