Cristo buscó
continuamente caminos para despertar la conciencia de los fariseos y de otros
corazones endurecidos. Parecía una lucha desesperada. ¿Por qué lo hizo? ¿Por
qué obtuvo tan pocos resultados aparentes?
Algo parecido
había ocurrido ya en el pasado. El pueblo se alejaba de la Alianza con Dios.
Pruebas, sufrimientos, pecados. Llegaban los profetas. Había mejoras. Pero la
dureza estaba muy enraizada.
Después de
Cristo también hubo miles y miles de corazones de piedra. Muchos, que
rechazaron el Evangelio para optar por sus propias ideas. Otros, ya bautizados,
por esa corrupción que entra y destruye poco a poco las conciencias.
El panorama
puede asustar. La historia está llena de corazones endurecidos, de inteligencias
destruidas, de perversiones y pecados de todo tipo, que recuerdan la famosa
enumeración de san Pablo.
“Y como no
tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, los entregó Dios a
su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene: llenos de toda
injusticia, perversidad, codicia, maldad, henchidos de envidia, de homicidio,
de contienda, de engaño, de malignidad, chismosos, detractores, enemigos de
Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a
sus padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados” (Rm 1,28,31).
¿Cambian los
corazones de piedra? ¿Es posible destruir las barreras interiores que atan al
pecado y que llevan a la muerte? ¿Triunfará la luz en las almas que prefieren
esas tinieblas que confunden y paralizan?
La voz de
Cristo y de su Iglesia resuena también hoy. Si un corazón deja una rendija, si
pone en duda sus falsas certezas, si abandona la soberbia de quien vive
despreciando a los otros, si se humilla y pide perdón... será posible el milagro.
De ese modo, se
cumplirá la Escritura: “quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un
corazón de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis normas y
las pongan en práctica, y así sean mi pueblo y yo sea su Dios” (Ez 11,19,20).
FP
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