El
grito de Cristo sigue vivo hoy como hace 2000 años: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15).
La
escucha de esa invitación se concreta de modo particular en un sacramento que
tiene un papel clave para la vida cristiana: el sacramento de la penitencia.
Lo
explicaba el Papa Benedicto XVI en un discurso pronunciado el 9 de marzo de
2012. Tras preguntarse en qué sentido la confesión sacramental es el camino
para la nueva evangelización, respondía:
“En primer lugar, porque la nueva
evangelización toma su linfa vital de la santidad de los hijos de la Iglesia,
del camino diario de conversión personal y comunitaria para conformarse de modo
cada vez más profundo a Cristo. Y existe una estrecha trabazón entre santidad y
sacramento de la reconciliación, testimoniada por todos los santos de la
historia”.
En
la confesión, continuaba el Papa, “el
pecador arrepentido,
por la acción gratuita de la misericordia divina, es justificado, perdonado y
santificado, abandona el hombre viejo para revestirse del hombre nuevo”.
Desde
la renovación que produce la gracia es posible vivir y transmitir el Evangelio.
Lo había dicho ya San Juan Pablo II, en la Carta apostólica “Novo millennio ineunte” (n. 37), al recordar
cómo el sacramento de la penitencia permite redescubrir el rostro
misericordioso de Cristo. Lo repite su sucesor, Benedicto XVI, que no duda en
gritar, en el
discurso antes citado: “Por lo
tanto, ¡la nueva evangelización inicia también desde el confesionario!”.
Son
palabras que muestran la urgencia de una pastoral más viva, más convencida, más
creyente, de un sacramento que permite el encuentro entre la necesidad del
hombre herido por el pecado y la gracia salvadora de un Dios que busca a cada
uno de sus hijos. Son palabras que abren un horizonte magnífico a la nueva
evangelización, que será posible sólo desde corazones convertidos y curados
gracias a ese milagro de la misericordia que se produce en cada confesión bien
hecha. Cn
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