De
pronto, sus palabras han roto el autoengaño que se vive en el entorno del
templo. Aquel edificio espléndido está alimentando una ilusión falsa de
eternidad. Aquella manera de vivir la religión sin acoger la justicia de Dios
ni escuchar el clamor de los que sufren es engañosa y perecedera: «Todo eso
será destruido».
Las
palabras de Jesús no nacen de la ira. Menos aún del desprecio o el
resentimiento. El mismo Lucas nos dice un poco antes que, al acercarse a
Jerusalén y ver la ciudad, Jesús «se echó a llorar». Su llanto es profético.
Los poderosos no lloran. El profeta de la compasión sí.
Jesús
llora ante Jerusalén porque ama la ciudad más que nadie. Llora por una
«religión vieja» que no se abre al reino de Dios. Sus lágrimas expresan su
solidaridad con el sufrimiento de su pueblo, y al mismo tiempo su crítica
radical a aquel sistema religioso que obstaculiza la visita de Dios: Jerusalén
–¡la ciudad de la paz!– «no conoce lo que conduce a la paz», porque «está
oculto a sus ojos».
La
actuación de Jesús arroja no poca luz sobre la situación actual. A veces, en
tiempos de crisis, como los nuestros, la única manera de abrir caminos a la
novedad creadora del reino de Dios es dar por terminado aquello que alimenta
una religión caduca, sin generar la vida que Dios quiere introducir en el
mundo.
Dar
por terminado algo vivido de manera sacra durante siglos no es fácil. No se
hace condenando a quienes lo quieren conservar como eterno y absoluto. Se hace
«llorando», pues los cambios exigidos por la conversión al reino de Dios hacen
sufrir a muchos. Los profetas denuncian el pecado de la Iglesia llorando. JAP
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