Uno
de los factores que llevó a Jesús a su ejecución fue sin duda su ataque frontal
a la liturgia del templo judío. Criticar la estructura del templo era poner en
cuestión uno de los pilares fundamentales de la sociedad judía.
Al
subir a Jerusalén, Jesús encuentra el templo lleno de «vendedores y cambistas»,
hombres que no buscan a Dios, sino que se afanan egoístamente por sus propios
intereses. Aquella liturgia no es un encuentro sincero con Dios, sino un culto
hipócrita que encubre injusticias, opresiones, intereses y explotaciones
mezquinas a los peregrinos.
La
crítica profunda de Jesús va a desenmascarar aquel culto falso. El templo no
cumple ya su misión de ser signo de la presencia salvadora de Dios en medio del
pueblo. No es la casa de un Padre que pertenece a todos. No es el lugar donde
todos se deben sentir acogidos y en donde todos pueden vivir la experiencia del
amor y la fraternidad.
Uno
se explica la reacción de malestar y las quejas que puede provocar en algunos
creyentes el ver que algunas celebraciones litúrgicas no se ajustan en todos
sus detalles a una determinada normativa ritual. Pero antes que nada, si no
queremos adulterar de raíz la liturgia de nuestros templos, hemos de saber
escuchar la crítica profunda de Jesús que no se detiene a analizar el ritual
judío sino que condena un culto en donde el templo ya no es la casa del Padre.
Solamente
recordaremos un hecho que desgraciadamente se repite constantemente entre
nosotros. Vivimos en una sociedad en donde los hombres se matan unos a otros y
donde todos traen sus muertos al templo cristiano para llorar su dolor y orar
por ellos a Dios. Con frecuencia son celebraciones ejemplares en donde la fe,
la esperanza cristiana y el perdón sincero prevalecen sobre los sentimientos de
impotencia, rabia y venganza que tratan de apoderarse de los familiares y
amigos de las víctimas.
Pero,
¿qué decir de otras celebraciones que deforman el significado profundo de la
liturgia cristiana? ¿Se puede orar a un mismo Padre, llorando la muerte de unos
hermanos y pidiendo la destrucción de otros? ¿Se puede instrumentalizar la
Eucaristía y servirse de lo que debería ser el signo más expresivo de la
fraternidad, para acrecentar los sentimientos de odio y venganza frente al
enemigo? ¿Se puede oír fielmente la palabra de Dios, escuchando de él solamente
una condena para los otros? ¿Se puede intentar «monopolizar» a Dios, tratando
de identificarlo con nuestra causa y nuestros intereses parciales y hasta partidistas?
La
trágica situación que estamos viviendo, hace todavía más urgente la necesidad
de encontrar al menos en el templo un ámbito en donde todos nos dejemos juzgar
por el Único que lo hace justamente, un lugar en donde tratemos de encontrarnos
como hermanos ante un mismo Padre, un espacio en donde busquemos en el Creador
de la vida fuerza para liberarnos del odio y la venganza. No convirtamos la
casa del Padre en un lugar de división, enfrentamientos y mutua destrucción. JAP
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