El hecho mismo de existir es mucho
más que un mero hecho: es una misión, porque nuestra vida se nos da como algo
en parte hecho y en parte por hacer. La conciencia de una misión en la vida –de
una misión que es la vida– constituye la ayuda fundamental que tiene el hombre
para vencer, o por lo menos afrontar con entereza, las dificultades objetivas o
subjetivas que se presenten. Una misión de carácter personal hace al que la
recibe insustituible, insuplantable. La vida adquiere así el valor de algo
único, y cobra, en rigor, tanto mayor sentido cuanto más difícil se haga. Sólo
en la medida en que consideremos nuestra vida como misión, buscaremos darle
sentido. Para Frankl, “ser hombre significa estar preparado y orientado hacia
algo que no es él mismo”.
Hasta hace un momento hemos venido
considerando que uno no elige su identidad, su ser quien es y, por tanto, su
verdad. Pero esto no significa que la misión que se recibe al ser llamado a la
existencia sea una especie de determinación fatal, algo así como el “hado” o el
“destino” inexorable, escrito por anticipado, de los que creen que la libertad
humana no es, en realidad, más que una apariencia ilusoria.
El mismo Frankl dice en La
presencia ignorada de Dios: “No es el hombre quien ha de plantearse la pregunta
por el sentido de la vida, sino que más bien sucede al revés: el interrogado es
el propio hombre; a él mismo toca dar la respuesta; él es quien ha de responder
a las preguntas que eventualmente le vaya formulando su propia vida”.
Y las respuestas serán muy
distintas según sea el sentido que le hayamos dado a nuestra vida. A este respecto, resulta útil distinguir
el sentido de la vida como dirección (sentido de su andadura) y como
significado (sentido que la explica).
La vocación como luz y sentido
El sentido de la vida, entendido
como “dirección”, es la vida eterna: hacia ella nos encaminamos. Esta fe en la
vida que no acaba, sino que se transforma, permite enfrentarse a la muerte con
serenidad y buen humor, pero sobre todo permite enfrentarse a la vida diaria
llenándola de sentido, o sea, de significado. Y el sentido de la vida como
“significado”, su razón y explicación, es el amor, como hemos visto hace un
momento. El amor no tiene porqué ni para qué. Si alguien preguntara: ¿por qué
vives?, deberíamos responder: vivo para vivir, obrando por sobreabundancia del
bien que me posee, brillando y haciendo brillar, ardiendo y haciendo arder (J. B.
Torelló).
Es precisamente la vocación lo que
llena de sentido –de orientación y significado– nuestra vida, y permite
asumirla como misión personalísima: “La vocación enciende una luz que nos hace
reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor
de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la
pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no
sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero
sitio: entendemos a dónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como
arrollados por ese encargo que se nos confía” (J. Escrivá, Es Cristo que pasa,
n. 45). JMR
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