martes, 16 de enero de 2018

La vida como misión, a la luz de la vocación

El hecho mismo de existir es mucho más que un mero hecho: es una misión, porque nuestra vida se nos da como algo en parte hecho y en parte por hacer. La conciencia de una misión en la vida –de una misión que es la vida– constituye la ayuda fundamental que tiene el hombre para vencer, o por lo menos afrontar con entereza, las dificultades objetivas o subjetivas que se presenten. Una misión de carácter personal hace al que la recibe insustituible, insuplantable. La vida adquiere así el valor de algo único, y cobra, en rigor, tanto mayor sentido cuanto más difícil se haga. Sólo en la medida en que consideremos nuestra vida como misión, buscaremos darle sentido. Para Frankl, “ser hombre significa estar preparado y orientado hacia algo que no es él mismo”.
Hasta hace un momento hemos venido considerando que uno no elige su identidad, su ser quien es y, por tanto, su verdad. Pero esto no significa que la misión que se recibe al ser llamado a la existencia sea una especie de determinación fatal, algo así como el “hado” o el “destino” inexorable, escrito por anticipado, de los que creen que la libertad humana no es, en realidad, más que una apariencia ilusoria.
El mismo Frankl dice en La presencia ignorada de Dios: “No es el hombre quien ha de plantearse la pregunta por el sentido de la vida, sino que más bien sucede al revés: el interrogado es el propio hombre; a él mismo toca dar la respuesta; él es quien ha de responder a las preguntas que eventualmente le vaya formulando su propia vida”.
Y las respuestas serán muy distintas según sea el sentido que le hayamos dado a nuestra vida. A este respecto, resulta útil distinguir el sentido de la vida como dirección (sentido de su andadura) y como significado (sentido que la explica).

La vocación como luz y sentido 
El sentido de la vida, entendido como “dirección”, es la vida eterna: hacia ella nos encaminamos. Esta fe en la vida que no acaba, sino que se transforma, permite enfrentarse a la muerte con serenidad y buen humor, pero sobre todo permite enfrentarse a la vida diaria llenándola de sentido, o sea, de significado. Y el sentido de la vida como “significado”, su razón y explicación, es el amor, como hemos visto hace un momento. El amor no tiene porqué ni para qué. Si alguien preguntara: ¿por qué vives?, deberíamos responder: vivo para vivir, obrando por sobreabundancia del bien que me posee, brillando y haciendo brillar, ardiendo y haciendo arder (J. B. Torelló).
Es precisamente la vocación lo que llena de sentido –de orientación y significado– nuestra vida, y permite asumirla como misión personalísima: “La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos a dónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía” (J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 45). JMR

No hay comentarios.:

Publicar un comentario