Texto del Evangelio (Mt 10,16-23): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
«Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como
las serpientes, y sencillos como las palomas. Guardaos de los hombres, porque
os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mi causa
seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos
y ante los gentiles. Más cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué
vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento.
Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre
el que hablará en vosotros.
Entregará a la
muerte hermano a hermano y padre a hijo; se levantarán hijos contra padres y
los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que
persevere hasta el fin, ése se salvará. Cuando os persigan en una ciudad huid a
otra, y si también en ésta os persiguen, marchaos a otra. Yo os aseguro: no
acabaréis de recorrer las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del hombre».
«Seréis odiados de todos
por causa de mi nombre»
Comentario: P. Josep LAPLANA OSB Monje de
Montserrat (Barcelona, España)
Hoy, el Evangelio remarca las
dificultades y las contradicciones que el cristiano habrá de sufrir por causa
de Cristo y de su Evangelio, y como deberá resistir y perseverar hasta el
final. Jesús nos prometió: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin
del mundo» (Mt 28,20); pero no ha
prometido a los suyos un camino fácil, todo lo contrario, les dijo: «Seréis
odiados de todos por causa de mi nombre» (Mt
10,22).
La Iglesia y el mundo son dos
realidades de ‘difícil’ convivencia. El mundo, que la Iglesia ha de convertir a
Jesucristo, no es una realidad neutra, como si fuera cera virgen que sólo
espera el sello que le dé forma. Esto habría sido así solamente si no hubiese
habido una historia de pecado entre la creación del hombre y su redención. El
mundo, como estructura apartada de Dios, obedece a otro señor, que el Evangelio
de san Juan denomina como ‘el señor de este mundo’, el enemigo del alma, al
cual el cristiano ha hecho juramento —en el día de su bautismo— de
desobediencia, de plantarle cara, para pertenecer sólo al Señor y a la Madre
Iglesia que le ha engendrado en Jesucristo.
Pero el bautizado continúa
viviendo en este mundo y no en otro, no renuncia a la ciudadanía de este mundo
ni le niega su honesta aportación para sostenerlo y para mejorarlo; los deberes
de ciudadanía cívica son también deberes cristianos; pagar los impuestos es un
deber de justicia para el cristiano. Jesús dijo que sus seguidores estamos en
el mundo, pero no somos del mundo (cf. Jn
17,14-15). No pertenecemos al mundo incondicionalmente, sólo pertenecemos
del todo a Jesucristo y a la Iglesia, verdadera patria espiritual, que está
aquí en la tierra y que traspasa la barrera del espacio y del tiempo para
desembarcarnos en la patria definitiva del cielo.
Esta doble ciudadanía choca
indefectiblemente con las fuerzas del pecado y del dominio que mueven los
mecanismos mundanos. Repasando la historia de la Iglesia, Newman decía que «la
persecución es la marca de la Iglesia y quizá la más duradera de todas».
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