Todos agradecemos a la persona que es diligente, puntual a
sus compromisos. Como que tiene un algo especial. Demuestra una madurez poco
común, y sobre todo, es una persona que transpira responsabilidad, equilibrio y
alegría.
Por eso, quiero hablar aquí de esta virtud, la diligencia:
qué es, cómo se consigue, qué campos abarca, qué frutos aporta en la vida.
La palabra diligencia procede del verbo latino ‘diligere’,
que curiosamente significa amar. Pero no un amar en general, sino un amar con
delicadeza, con cariño. Es mucho más que el simple verbo, también latino,
‘amare’, que es más general, y que abarca también amar cosas y animales. La
diligencia se da para expresar este amor de dedicación a las personas y sólo a
las personas. Es diligente el maestro que trae las pruebas de los alumnos
corregidas y además, y su materia bien preparada. Es diligente el médico, que
atiende con amor a su paciente y no le hace esperar absurdamente o con
displicencia. Es diligente ese padre o madre de familia que aprovecha cualquier
oportunidad para formar y animar a sus hijos. Es diligente ese líder o jefe que
sabe adelantarse a las necesidades de sus subalternos y les ayuda a crecer. Es
diligente ese entrenador de fútbol que sabe cuándo entrenar, dónde y cómo,
mirando el bien del equipo. Es diligente ese alumno que entrega a tiempo su
trabajo, y bien. Es diligente ese hijo que obedece a sus padres en todo lo que
respecta a sus compromisos de hijo. Es diligente ese obrero que llega puntual y
hace su trabajo movido por el amor, y no sólo por el jornal.
Esta virtud humana formaría parte de la virtud teologal de la
caridad, por una parte, porque está motivada por el amor. Por otra parte, está
emparentada con la virtud moral o cardinal de la fortaleza y de la prudencia.
De la fortaleza, porque requiere de mucha voluntad para llevar adelante con
perfección los compromisos espirituales, intelectuales, profesionales y
apostólicos, que uno tiene durante su vida. Y de la prudencia, porque esta
virtud nos da la pauta para obrar, aquí y ahora con acierto y sin demora.
La diligencia se codea con otros valores que todo hombre o
mujer debe alcanzar en su vida: coraje, valentía, ánimo y entusiasmo.
Diligencia es el cuidado y el esmero en ejecutar algo. Es esa
prontitud de ánimo, esa agilidad interior y exterior, esa prisa apacible en
hacer bien, en hacer con amor, en hacer con gozo lo que tengo que hacer en ese
momento. Es esa laboriosidad a la hora de realizar las tareas y encomiendas.
Lo contrario a diligencia es el descuido, el ‘ahí se va’, el
más o menos, la informalidad, la impuntualidad, la desidia, la desgana. Todo
esto es síntoma de una persona que ama poco, que ama pálidamente, que ama a
cuentagotas. Que es inmadura, en pocas palabras, y enana en su estatura moral.
¿Cómo se consigue la
diligencia?
La diligencia se consigue en gerundio, como se dice hoy día,
es decir, poniéndola en práctica aquí y ahora, en todas las circunstancias. En
ese trabajo encomendado, en ese estudio, en ese compromiso.
Esta diligencia abarca estos campos: con Dios, con los demás
y consigo mismo.
Diligencia con Dios significa cumplir bien y con amor mis
compromisos con Él: mi oración de cada día, mi misa dominical, mis devociones,
y las promesas que hemos hecho.
Diligencia con los demás significa formalidad, atención,
delicadeza en las tareas que realizo con ellos o para ellos. Meter el alma en
hacer las cosas. Poner entusiasmo en cuanto emprendo. Esforzarme siempre.
Diligencia conmigo mismo significa ser un hombre ocupado, no
inactivo y perezoso. Un hombre de metas, de superación constante, de
excelencia. Un hombre que tiene todo a tiempo y lo tiene bien.
¿Qué frutos abarca?
A nivel personal: una gran madurez, seriedad, perfección en
todo cuanto realizo y emprendo.
A nivel familiar: todo irá a las mil maravillas en casa. Si
hay amor –y eso significa diligencia- habrá cariño, respeto, ayuda mutua,
compartir trabajos en casa.
A nivel laboral y profesional: diligencia significa seriedad,
puntualidad, perfección.
Debemos educarnos para la diligencia. Nadie nace diligente.
Nos hacemos, a fuerza de voluntad, hábitos y esfuerzo. El miedo paraliza la
diligencia, como también la pereza, ese vicio, que nos rebaja como hombres y
nos achica.
Para vencer esa pereza debemos tener ideales nobles en
nuestra vida, mirar modelos a quienes imitar y que nos lancen a conseguir esa
diligencia. Pero se puede. Si uno quiere, se puede. Querer es poder, decían los
clásicos.
Atrévete a cultivar esta virtud. AR
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