Texto del Evangelio (Lc 1,26-38): Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel
Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un
hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y
entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se
conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo. El
ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas
a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús.
Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el
trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su
reino no tendrá fin».
María
respondió al ángel: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?». El ángel
le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado
Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su
vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque
ninguna cosa es imposible para Dios». Dijo María: «He aquí la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel dejándola se fue.
«No temas, María, porque
has hallado gracia delante de Dios»
Comentario: Rev. D. Josep VALL i Mundó
(Barcelona, España)
Hoy celebramos la fiesta de la
Anunciación del Señor. Dios, con el anuncio del ángel Gabriel y la aceptación
de María de la expresa voluntad divina de encarnarse en sus entrañas, asume la
naturaleza humana —«compartió en todo nuestra condición humana, menos en el
pecado»— para elevarnos como hijos de Dios y hacernos así partícipes de su
naturaleza divina. El misterio de fe es tan grande que María, ante este
anuncio, se queda como asustada. Gabriel le dice: «No temas, María» (Lc 1,30): el Todopoderoso te ha mirado
con predilección, te ha escogido como Madre del Salvador del mundo. Las
iniciativas divinas rompen los débiles razonamientos humanos.
«¡No temas!». Palabras que
leeremos frecuentemente en el Evangelio; el mismo Señor las tendrá que repetir
a los Apóstoles cuando éstos sientan de cerca la fuerza sobrenatural y también
el miedo o el susto ante las obras prodigiosas de Dios. Nos podemos preguntar
el porqué de este miedo. ¿Es un miedo malo, un temor irracional? ¡No!; es un
temor lógico en aquellos que se ven pequeños y pobres ante Dios, que sienten
claramente su flaqueza, la debilidad ante la grandeza divina y experimentan su
poquedad frente a la riqueza del Omnipotente. Es el papa san León quien se
pregunta: «¿Quién no verá en Cristo mismo la propia debilidad?». María, la
humilde doncella del pueblo, se ve tan poca cosa... ¡pero en Cristo se siente
fuerte y desaparece el miedo!
Entonces comprendemos bien que
Dios «ha escogido lo débil del mundo, para confundir lo fuerte» (1 Cor 1,26). El Señor mira a María
viendo la pequeñez de su esclava y obrando en Ella la más grande maravilla de
la historia: la Encarnación del Verbo eterno como Cabeza de una renovada
Humanidad. Qué bien se aplican a María aquellas palabras que Bernanos dijo a la
protagonista de La alegría: «Un sentido exquisito de su propia flaqueza la
reconfortaba y la consolaba maravillosamente, porque era como si fuera el signo
inefable de la presencia de Dios en Ella; Dios mismo resplandecía en su
corazón».
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