Texto del Evangelio (Jn 10,31-42): En aquel tiempo, los judíos trajeron otra vez
piedras para apedrearle. Jesús les dijo: «Muchas obras buenas que vienen del
Padre os he mostrado. ¿Por cuál de esas obras queréis apedrearme?». Le
respondieron los judíos: «No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino
por una blasfemia y porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios». Jesús
les respondió: «¿No está escrito en vuestra Ley: ‘Yo he dicho: dioses sois’? Si
llama dioses a aquellos a quienes se dirigió la Palabra de Dios —y no puede fallar
la Escritura— a aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo, ¿cómo
le decís que blasfema por haber dicho: ‘Yo soy Hijo de Dios’? Si no hago las
obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis,
creed por las obras, y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en
el Padre». Querían de nuevo prenderle, pero se les escapó de las manos. Se
marchó de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde Juan había estado antes
bautizando, y se quedó allí. Muchos fueron donde Él y decían: «Juan no realizó
ninguna señal, pero todo lo que dijo Juan de éste, era verdad». Y muchos allí
creyeron en Él.
«¿Por cuál de esas obras
queréis apedrearme?»
Comentario: Rev. D. Carles ELÍAS i Cao
(Barcelona, España)
Hoy viernes, cuando sólo falta
una semana para conmemorar la muerte del Señor, el Evangelio nos presenta los
motivos de su condena. Jesús trata de mostrar la verdad, pero los judíos lo
tienen por blasfemo y reo de lapidación. Jesús habla de las obras que realiza,
obras de Dios que lo acreditan, de cómo puede darse a sí mismo el título de
‘Hijo de Dios’... Sin embargo, habla desde unas categorías difíciles de entender
para sus adversarios: ‘estar en la verdad’, ‘escuchar su voz’...; les habla
desde el seguimiento y el compromiso con su persona que hacen que Jesús sea
conocido y amado —«Maestro, ¿dónde vives?», le preguntaron los discípulos al
inicio de su ministerio (Jn 1,38)—.
Pero todo parece inútil: es tan grande lo que Jesús intenta decir que no pueden
entenderlo, solamente lo podrán comprender los pequeños y sencillos, porque el
Reino está escondido a los sabios y entendidos.
Jesús lucha por presentar
argumentos que puedan aceptar, pero el intento es en vano. En el fondo, morirá
por decir la verdad sobre sí mismo, por ser fiel a sí mismo, a su identidad y a
su misión. Como profeta, presentará una llamada a la conversión y será
rechazado, un nuevo rostro de Dios y será escupido, una nueva fraternidad y
será abandonado.
De nuevo se alza la Cruz del
Señor con toda su fuerza como estandarte verdadero, como única razón
indiscutible: «¡Oh admirable virtud de la santa cruz! ¡Oh inefable gloria del
Padre! En ella podemos considerar el tribunal del Señor, el juicio del mundo y
el poder del crucificado. ¡Oh, sí, Señor: atrajiste a ti todas las cosas
cuando, teniendo extendidas todo el día tus manos hacia el pueblo incrédulo y
rebelde (cf. Is 65,2), el universo
entero comprendió que debía rendir homenaje a tu majestad!» (San León Magno). Jesús ha de huir al
otro lado del Jordán y quienes de veras creen el Él se trasladan allí
dispuestos a seguirle y a escucharle.
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