Gontrán fue uno de los cuatro hijos que vivían a la muerte del violentísimo Clotario I, y en el 561 heredó de su padre el reino de Borgoña. Las Galias eran en ese momento territorios aun semibárbaros, cuya cristianización avanzaba de a poco, aunque decididamente, y con ello también la suavización y humanización de las costumbres.
Como bien lo describe Claude Boillon, a pesar de todos sus defectos y malas acciones, fue venerado popularmente como santo inmediatamente a su muerte, porque en toda su vida demostró una real voluntad de regir su conducta por la fe, aun cuando muchas veces no lo consiguiera; de alguna manera llegó a ser para su pueblo un símbolo de la fuerza y del obrar de la gracia, consiguiendo que de su carácter rudo y de un entorno no menos endurecido, surgiera un reinado cuyo balance es positivo, no sólo en obra de gobierno, sino también en el trabajo del rey para domesticar su propio natural.
Promovió la realización de sínodos en su territorio para mejorar la disciplina y formación del clero, apoyó fundaciones de monasterios e iglesias, y dedicó especial cuidado a los desposeídos y a los enfermos. Tras la muerte de su última esposa vivió en castidad, y adoptó a su sobrino como heredero. «En un siglo inmoral y feroz, en el corazón de Gontrán el cristianismo venció a la barbarie», sentencia Guerín. Murió en el 592. Sus reliquias permanecieron en el monasterio de San Marcelo, aunque un brazo fue venerado en la catedral de San Juan de Maurienne, fundada por él. Las primeras fueron incineradas y aventadas por los hugonotes en el siglo XVI, y el resto se perdió en 1793, con la Revolución Francesa.
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