Hay conversiones gracias a un encuentro. Una persona vive de modo desordenado, egoísta, injusto, cínico.
Conoce a un auténtico católico. Algo se mueve en su corazón. Empieza el cambio.
Para esa persona, el católico significó el inicio de nuevas reflexiones. Es posible vivir de otra manera. Hay
belleza en el perdonar y servir desinteresadamente. Hay respeto en quien
piensa de otra manera y sabe ayudar sin imponerse.
Encontrarnos con alguien bueno, auténtico, sincero, creyente, impresiona.
Vemos a ese alguien como un auténtico enviado de Dios, como una señal viva y
concreta del mundo del Evangelio.
Cristo anunció a sus discípulos que serían sus
testigos hasta los confines de la tierra (cf.
Hch 1,8). También hoy discípulos buenos nos recuerdan el Amor del Padre de
las misericordias.
Los enviados de Dios siembran, en cada época y en
tantos lugares del planeta semillas de esperanza y de amor. El mundo necesita su ejemplo, su palabra, su valentía, su calor.
Surge la pregunta: ¿yo también
puedo ser enviado, testigo? ¿Tengo fuerzas y fe suficientes para
llevar la Buena Noticia a otros? ¿O me asusto cuando percibo mi debilidad y mi
incoherencia, que me impiden llevar a Dios a los otros?
Lo sé: hablar de Dios sin vivir honestamente es contraproducente, provoca
muchas veces daño en quien me escucha. Por eso necesito abrirme a la
misericordia para confesar mi pecado y convertirme seriamente.
Todos hemos sido hechos para Dios y necesitamos
descubrirle, también con la ayuda de quienes
han iniciado esa maravillosa aventura de la fe y la testimonian, a veces sin
darse cuenta, ante quienes viven a su lado.
Yo también puedo ser uno de esos enviados de Dios
para los demás. Desde la conversión sincera,
desde la acogida de la ayuda de otros, desde la oración continua de la Iglesia
por mí y por todos los hombres, desde el testimonio de quienes me acompañan y
me muestran el rostro maravilloso de Cristo, vivo y cercano también en nuestro
tiempo. FP
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