La fortaleza y
las virtudes, al entrar en el organismo moral cristiano, cuya cabeza son las
virtudes teologales, adquieren una nueva dimensión. El cristiano no solo trata
de alcanzar la perfección y el bien humanos, sino el fin sobrenatural; no busca
únicamente la construcción de la ciudad terrena, sino el Reino de Dios. En el
camino que recorre para llegar a su destino sobrenatural hay peligros,
obstáculos, dificultades internas y externas. La esperanza, apoyada en las
virtudes humanas, a las que transforma dándoles un vigor sobrenatural, protege
del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento. Gracias a la esperanza, el
hombre supera la tristeza y el desaliento: “Con la alegría de la esperanza;
constantes en la tribulación” (1
Tesalonicenses 5,8).
En la misma
tribulación, el cristiano no pierde la alegría. La esperanza dilata el corazón
en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva
del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad. Evita que el hombre se reduzca
a la mera consecución de metas inmanentes.
En la filosofía
griega, la fortaleza se entendía como fuerza de ánimo frente a las adversidades
de la vida, como desprecio del peligro en la batalla (andreía); dominio de las
pasiones para ser dueño de uno mismo (kartería); virtud con la que el hombre se
impone por su grandeza (megalopsychía). En todo caso, se partía de que el
hombre solo posee sus propias fuerzas para librarse de los males y del destino.
Frente a la fortaleza griega, la característica distintiva de la fortaleza
cristiana es su carácter cristocéntrico.
El Nuevo
Testamento muestra que la fortaleza reside plenamente en Cristo, que muestra su
poder obrando milagros, revelación tangible de la potencia divina presente en
él. Poder que concede a los apóstoles ya desde su primera misión (cf. Lucas 9, 1).
El modelo de
fortaleza es Cristo. Por una parte, a lo largo de su vida en la tierra, asume y
experimenta la debilidad humana, que se manifiesta de modo especial durante su
oración en Getsemaní (cf. Mateo 26, 38ss).
Pero, por otra, Cristo se mantiene firme en el cumplimiento de la voluntad del
Padre y se identifica con ella. Demuestra el grado supremo de fortaleza en el
martirio, en el sacrificio de la cruz, confirmando en su propia carne lo que
había aconsejado a sus discípulos: “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo,
pero no pueden matar el alma; temed ante todo al que puede hacer perder alma y
cuerpo en el infierno” (Mateo 10, 28).
El discípulo de
Cristo, sabe que “el Reino de los Cielos padece violencia, y los esforzados lo
conquistan” (Mateo 11, 12), que ha de
seguir a su Maestro llevando la cruz, que tiene que esforzarse por entrar por
la puerta angosta, permanecer firme en la verdad y afrontar con paciencia los
peligros que proceden del enemigo y que necesita la virtud de la fortaleza.
Pero se trata de una fortaleza sobrenatural. No bastan las fuerzas humanas para
alcanzar la meta a la que está destinado.
Es el mismo
Cristo quien comunica gratuitamente esta virtud al cristiano: “Todo lo puedo en
aquél que me conforta” (Filipenses 4, 13).
Después de su resurrección y ascensión al cielo, Cristo envía el Espíritu Santo
a sus discípulos y, con él, reciben la fuerza divina que los fortalece
interiormente (cf. Efesios 3, 16) y
les proporciona la valentía necesaria para proclamar el Evangelio, incluso a
costa de la vida. JRR
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