Está bien no
estar bien. Dios lo tiene claro, de
hecho él mismo considera ciertas fragilidades y limitaciones de parte nuestra,
pues así está en su diseño original. Nos ama y acepta así, y aunque nos
pide que seamos mejores cada día, comprende que no somos perfectos, que no
todos los días tienen el cielo azul y un arcoíris alegrando el horizonte y que
muchas veces lo que aparentamos ser, tiene poco que ver con lo que realmente
somos.
Ahora bien, el
que Dios y nosotros sepamos y aceptemos nuestras fragilidades humanas, no es
una excusa para dar rienda suelta a todo tipo de permisos morales, anímicos,
espirituales y sociales, y luego taparlos con una linda sonrisa, buena actitud
y un poco de cinismo. No se trata de
aparentar ser buenos, aparentar estar bien, aparentar tener todo resuelto, sino
que de realmente ser y vivir aquello.
Acostumbramos a
responder de forma mecánica cuando al saludarnos nos preguntan “¿Cómo
estás?” Y respondemos sin pensarlo “bien y tú”, aun cuando por dentro llevemos
el corazón roto, la cabeza llena de problemas y el espíritu seco. Yo me lo he
planteado y muchas veces he querido responder con frases de tipo “la verdad es
que no estoy muy bien y veo pocas posibilidades de que la situación mejore
pronto… ¿y tú cómo estás?”, pero que pena decirle eso a un amigo que saludé en
la calle, ¡qué me va a decir el pobre! mejor salir del paso con una respuesta
automatizada y listo.
Desde estos
saludos en la calle (tan cotidianos) hasta cosas más complejas, ya sea por
cultura, por no querer incomodar a los demás, por vergüenza o simplemente por
falta de amor propio; nos ponemos máscaras para evitar exponer lo que realmente
somos. Hay mucho de falta de aceptación
en esto, de renegar la realidad, de las consecuencias de nuestras decisiones o
de no aceptar aquello que nos toca vivir. Actitud muy humana y
comprensible (en especial cuando el camino es pedregoso y empinado) pero al
mismo tiempo poco saludable, pues echar tierra sobre lo que realmente pasa en
la vida, no solo no es una solución, sino que nos aísla de los demás y no
soluciona nada, solo lo camufla.
Lo triste es
que nos hemos vuelto expertos en el tema, desarrollando habilidades para
enmascarar todo tipo de emociones, sentimientos, faltas y situaciones de la
vida, haciéndolas parecer menos o más importantes según la ocasión. Inflamos
nuestro currículum para tener más prestigio; hablamos en ‘difícil’ para parecer
más inteligentes; ponemos cara de solemnidad y recogimiento para vernos más
piadosos; sonreímos a chistes malos y decimos “mmm qué rico!” aun cuando la
comida no quedó tan rica.
Lo más duro de
todo esto es cuando nos ponemos estas máscaras frente a Dios y frente a
nuestros hermanos de comunidad. He perdido la cuenta de la cantidad de veces
que he cantado alegres canciones, cargadas de esperanza y fe en sus letras,
mientras en el corazón sentía absolutamente todo lo contrario. Le decía a Dios
cosas que realmente no estaba sintiendo. Hay mucho de bueno en esa actitud, en
mantenerse alabando y adorando a Dios sin importar las circunstancias, pero
también hay mucho de mentira y de ritual vacío, cuando nuestra alabanza es más
bien un karaoke y no algo que salga del corazón.
Por eso, la
invitación más que una conversión de las actitudes de forma radical (aunque si
te animas, mucho mejor) es que
comencemos el camino gradualmente y que sea a Dios, al primero al que miremos
con el rostro descubierto, sin mentiras, sin intentar quedar bien, sin
buscar justificar todo o acomodar la realidad. Ya se irá afirmando el carácter,
el amor propio, la autoestima y de esta forma poder caminar desenmascaradamente
por la vida, acogiendo las circunstancias que el Señor nos presenta, abrazando
la vida como un don y no como una carga, aceptando las propias fragilidades
comprendiendo que no nos restan valor como persona y por sobre todo, dejándonos
ver por los demás como somos en realidad, para amar y ser amados en libertad. SC
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