Para
ser feliz hay una sola fórmula: ‘realizarse’. Se ha usado tanto este término
que su significado queda algo oscuro.
En
la mentalidad contemporánea, realizarse es el fin del hombre. Hasta aquí se
puede llegar fácilmente. El problema nace al querer definir este ‘fin del
hombre’.
Si
es el hombre mismo, entonces realizarse será un círculo egocéntrico de yo a yo,
en el cuál el criterio, origen y fin de la existencia es el yo. En este caso la
realización de sí mismo implica una nueva concepción de la familia, del
trabajo, de la vida en sociedad, del amor… todas centradas en el yo y poco
convincentes.
Si
se toma la definición cristiana del ‘fin del hombre’, o sea servir, conocer y
amar a Dios, entonces abrimos otra perspectiva para el hombre.
Ya
no se trata de ‘realizarse’ en relación a sí mismo, sino en relación a Otro,
Dios, y a otros, nuestros hermanos. Dios es Amor porque es don de sí mismo. El
hombre, creado a imagen de Dios, es llamado a imitar a Dios en lo que lo
define: el ser don para los demás. ¿Por qué entonces definir el hombre
realizado como un dios aislado cuando el mismo Dios no es un dios aislado?
El
don de sí mismo es servicio. ‘No he venido para ser servido, sino para servir’
dijo Cristo (cf. Mt 20,28). En el
servicio al otro el hombre encuentra esta dimensión profunda de su ser hecho
para amar. Se sirve en la simplicidad del momento presente, sin tener la
sensación de cambiar al mundo; y sin embargo, un hombre humilde que sirve es
una revolución. Está sustituyendo la definición ‘natural’ de realización
personal centrada en su yo por la definición divina centrada en el otro, y el
primer Otro es Dios.
El
servicio es hacer a los demás ‘lo que queremos que los demás nos hagan’. El
servicio implica verdadero amor. No se trata de satisfacer los caprichos del
otro sino hacer lo que es un bien para él. El amor es inteligente. El servicio
no es sumisión servil, es realización de sí mismo en el otro. MP
No hay comentarios.:
Publicar un comentario