En
el camino de la vida necesitamos apoyos. Apoyos en las fuerzas físicas y en la
salud. Apoyos en los bienes materiales. Apoyos entre familiares y amigos.
Apoyos...
Pero
la Biblia es clara: “Maldito sea aquel que confía en hombre, y hace de la carne
su apoyo, y de Yahveh se aparta en su corazón” (Jer 17,5). Porque el hombre en quien busco un apoyo es frágil, a
veces es engañoso y cambiante.
Por
eso resulta vano esperar la salvación de los hombres, confiar en los
‘príncipes’ que son seres de polvo (cf.
Sal 146,3-4), o mirar a los montes para esperar una ayuda que nunca llega (cf. Sal 121,1). El auxilio, lo sé, me
viene del Señor, “que hizo el cielo y la tierra” (Sal 121,2). Sólo Dios es mi alcázar, mi roca, mi fuerza, mi
refugio (cf. Sal 71,3).
La
bendición y la paz llegan cuando empiezo a confiar plenamente en el Señor, como
un niño que duerme en brazos de su madre (cf.
Sal 131). Quien pone su esperanza en Dios no queda nunca defraudado (cf. Sal 22,6).
Necesito
recordarlo: “¿Quién se confió al Señor y quedó confundido? ¿Quién perseveró en
su temor y quedó abandonado? ¿Quién le invocó y fue desatendido?” (Si 2,10).
Por
eso hoy te presento mi súplica, desde lo hondo de mi pequeñez, con la certeza
de que vendrás en mi auxilio.
Sí:
bendito el hombre que confía en Ti, Señor. Porque Tú eres bueno, porque Tú eres
fiel, porque me llevas en la palma de tu mano como un tatuaje (cf. Is 49,16).
Hoy
puedo descansar tranquilo. Aunque los hombres vuelvan a dejarme de lado, Tú estarás
siempre conmigo. Esa es la fuente de mi continua alegría y de mi paz completa. FP
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