En
el cristianismo no se ha distinguido siempre con claridad el sufrimiento que
está en nuestras manos suprimir y el sufrimiento que no podemos eliminar. Hay
un sufrimiento inevitable, reflejo de nuestra condición creatural, y que nos
descubre la distancia que todavía existe entre lo que somos y lo que estamos
llamados a ser. Pero hay también un sufrimiento que es fruto de nuestros
egoísmos e injusticias. Un sufrimiento con el que las personas nos herimos
mutuamente.
Es
natural que nos apartemos del dolor, que busquemos evitarlo siempre que sea
posible, que luchemos por suprimirlo de nosotros. Pero precisamente por eso hay
un sufrimiento que es necesario asumir en la vida: el sufrimiento aceptado como
precio de nuestro esfuerzo por hacerlo desaparecer de entre los hombres. «El
dolor solo es bueno si lleva adelante el proceso de su supresión» (Dorothee
Sölle).
Es
claro que en la vida podríamos evitarnos muchos sufrimientos, amarguras y
sinsabores. Bastaría con cerrar los ojos ante los sufrimientos ajenos y
encerrarnos en la búsqueda egoísta de nuestra dicha. Pero siempre sería a un
precio demasiado elevado: dejando sencillamente de amar.
Cuando
uno ama y vive intensamente la vida, no puede vivir indiferente al sufrimiento
grande o pequeño de la gente. El que ama se hace vulnerable. Amar a los otros
incluye sufrimiento, «compasión», solidaridad en el dolor. «No existe ningún
sufrimiento que nos pueda ser ajeno» (K. Simonow). Esta solidaridad dolorosa
hace surgir salvación y liberación para el ser humano. Es lo que descubrimos en
el Crucificado: salva quien comparte el dolor y se solidariza con el que sufre.
JAP
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