Estas palabras se
escuchan a menudo entre las personas que frecuentamos y lo que en realidad
tenemos es Sed de Cristo. Levántate
y abre la puerta, adivina quién está golpeando… “Mira que estoy a la puerta y
llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré
con él y él conmigo” (Apocalipsis 3,20).
Así es, buscamos e invertimos dinero en ‘distracciones’ que
no son más de lo que dice esa palabra. Útil para mantener nuestra mente y
cuerpo ocupado por un momento y muy útil para verdaderamente
distraernos del “camino, la verdad y la vida” (Juan 14,6).
Estamos en constante búsqueda de algo que ni
sabemos qué es. Es parte de nuestra naturaleza buscar seguridades,
comodidades, satisfacer la necesidad de bienestar. A eso yo le llamo: buscar
paz, pues lo que tenemos es sed de Cristo. Sólo en Él se
calma nuestra ansiedad, pues en Él encontramos aquello que buscamos en forma
constante. Sin embargo, a pesar de que está tan cerca de nosotros, lo sentimos
tan lejos…
Lejos porque no lo reconocemos, lejos porque no
creemos, lejos porque no le abrimos la puerta. Si tan solo por un momento
permaneciéramos en silencio y lo invitáramos a entrar en nuestra morada,
nuestras vidas se convertirían.
Él siempre viene en silencio e invisible, con un
poder y amor infinitos, con misericordia y con los dones de su Santo Espíritu
para dar luz a todas las almas que lo acepten y le permitan entrar en sus
corazones. Cristo verdaderamente saciará nuestras carencias: “Vengan
a Mí todos los que tengan sed…” (Juan 7,
37).
Pero, ¿estamos preparados para recibir a Jesús en
nuestros corazones? Cuando recibimos una esperada visita, acomodamos nuestra
casa, preparamos un banquete y le damos una bella bienvenida, Y ¿Qué haremos
para recibir a nuestro Señor? ¿Tenemos limpia nuestra casa? Se trata de
esperarlo con un corazón recto, dispuesto, sincero y humilde, pero lo más
importante, es estar dispuesto a quedarnos con esa visita para siempre.
Así como lo señaló un destacado Sacerdote en su
homilía dominical, muchos tenemos fe hasta que vivimos una prueba grande en
nuestras vidas. En ese momento nos damos cuenta de que la fe no era una póliza
de seguro que debíamos mantener, pues nos cubriría del incidente que tuvimos.
Se trata sin embargo, de perseverar. Perseverar llevando tu
cruz, perseverar en la fe. La perseverancia es aquella
virtud por medio de la cual florecen las otras virtudes. Así
es como también el amor, la paciencia, la humildad, la fortaleza, la templanza
no florecerán si no es mediante la perseverancia. Si tu cruz es haber servido y
te han pagado mal, persevera en dar la vida por ello o si tu cruz es esa
persona que te hace daño, persevera en el perdón.
Quedarnos con esa hermosa visita, la más importante
de todas, la que más bien nos ha hecho, es un acto de fe. Una fe que si no
cuidamos, si no atesoramos y si no perseveramos en ella bajo cualquier
circunstancia, hará que esa visita se vaya.
¿Y cómo esperaremos a Jesús, nuestro invitado de
honor? Con la alegría del alma. En una ocasión un grupo de periodistas le
pidieron a la Madre Teresa de Calcuta un consejo que les sirviera para toda la
vida. La santa los miró y sonriendo les contestó: “Sonrían”. Y al verlos
sorprendidos añadió. “Y lo digo completamente en serio”.
El Papa Francisco en su Exhortación Apostólica, al
hablar del deseo de Dios para que todos seamos santos, nos recuerda que: “ser
santos no es tener un espíritu apocado, tristón, agriado, melancólico… El santo
es capaz de vivir con alegría y sentido del humor”. Y si
todos estamos llamados a ser Santos, todos estamos llamados a vivir con
alegría.
La Sagrada Escritura también refleja el deseo de
Dios: “No te prives de un día feliz, y no dejes pasar la parte de una
satisfacción legítima” (Eclesiástico
14,14).
El Ángel que anuncia el nacimiento del mesías a los
pastores les dice: “… vengo a comunicarles una buena noticia, que será motivo
de mucha alegría para todo el pueblo” (Lucas
2,10).
La Virgen María lo dice: “y mi espíritu se alegra
en Dios mi Salvador” (Lucas 1,47), al
igual que San Pablo: “Estén siempre alegres en el Señor” (Filipenses 4,4).
La alegría brotará de
manera natural cuando llega Jesús a nuestras vidas para hacer morada en nosotros y será el
reflejo de haber saciado nuestra sed, la sed de Cristo.
Pero también podríamos pensar en nuestra flaqueza
de fe, que Jesús no ha tocado nuestra puerta y aunque no es así, mediante la
Oración, la lectura de la Sagrada Escritura y la Eucaristía, lograremos
escuchar los golpes en la puerta. Es Él, sólo debes escuchar. “Yo soy la
puerta: el que entre por mí estará a salvo…” (Juan 10,9).
Cuando busquemos en la oración el mejor
entretenimiento, cuando encontremos en la Sagrada Escritura una lectura más
interesante que aquella revista de espectáculos y la Eucaristía dominical como
el encuentro en donde podemos compartir fraternalmente y mejor que en un centro
de estética, lograremos escuchar a Jesús tocando la puerta de nuestro corazón. MYB
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