Ante todo,
notemos que la tercera es la única bienaventuranza que propone dar marcha
atrás, es decir, comenzar de nuevo; así se conduce del llanto al consuelo, del
dolor a la felicidad, de la angustia a la esperanza. Las otras bienaventuranzas
se refieren al cumplimiento de una promesa. El llanto y el consuelo –comúnmente
presentados como opuestos–, aquí son hermanados. Cristo nos enseña cómo
encontrar nuestro único consuelo en Dios, incluso cuando hay lágrimas de por
medio (texto basado en: Raniero CANTALAMESA,
Las bienaventuranzas evangélicas, 29-42).
El llanto suele
ser fruto de una emoción fuerte y, sobre todo, de una tristeza o un dolor muy
intenso. Sin embargo, Jesús llama ‘dichosos’ a los que pasan por esos momentos
de prueba. Del llanto al consuelo es la aplicación más exacta y completa del
misterio pascual del que Cristo nos hace partícipes; así lo declaró Jesús en el
discurso de la última cena: “Ustedes están tristes ahora, pero su tristeza se
transformará en una alegría que nadie les podrá quitar” (Jn 16,20-22). El llanto purifica y libera, sobre todo cuando las
lágrimas van acompañadas de la oración. El Papa Francisco subraya que la vida
de todo discípulo, especialmente cuando anuncia el evangelio, debe estar
impregnada de la alegría del que conoce, ama y sirve a Jesús: “Quienes se dejan
salvar por Jesús son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior,
del aislamiento. Con él siempre nace y renace la alegría” (Papa FRANCISCO, Evangelii gaudium, 1).
‘Dominus
flevit’. Jesús derramó algunas lágrimas ante la ciudad de Jerusalén: “Al
acercarse y contemplar la ciudad, lloró por ella, diciendo: ‘¡Si también tú
conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus
ojos. Porque vendrán días sobre ti, en que tus enemigos te rodearán, te
cercarán y te apretarán por todas partes, y te estrellarán contra el suelo a ti
y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra’ ”
(Lc 19,41-44). Lloró también ante la
tumba de su amigo Lázaro (cf Jn 11,35),
y nos señala el camino de la esperanza al elevar una plegaria de acción de
gracias al Padre, al que se dirigió diciendo: “Sé que siempre me escuchas”.
Cristo llora y ora, para indicarnos el alivio infalible de la confianza en
Dios. En efecto, los evangelios nos narran que: “Jesús se conmovió ante la
multitud, porque ellos andaban como ovejas sin pastor” (Mc 6,34; Mt 10,6).
En la cruz, con
la expresión: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46) –que enuncia el salmo 22–, Jesús proclama la búsqueda
común que se da en el ser humano para encontrar consuelo, en medio del silencio
y el dolor, que a veces parecen prolongarse… Cuando alguien se siente triste y
solo, es decir abandonado, en realidad, es elegido por Dios para participar muy
cercanamente del misterio del amor más grande, que Cristo nos demostró en la
cruz (cf JUAN PABLO II, Savífici doloris,
26). Cuando Cristo resucitado pregunta a María Magdalena: ‘Mujer, ¿por qué
lloras? ¿A quién buscas?’ (Jn 20,15),
le abre la puerta del consuelo más grande que él ha obtenido para nosotros: Su
resurrección, es decir, el paso de la muerte a la vida, que Cristo promete a
los que participan en su dolor con él.
En el
evangelio, se ha transcrito el término ‘Paráclito’, atribuido al Espíritu
Santo, como el Consolador, aunque se traduce con frecuencia como ‘Defensor’, es
decir, ‘el que hablará por ustedes’. En realidad, en la última cena Jesús
anuncia que vendrá ‘otro Paráclito’ (Jn
14,16), porque el mismo Cristo ya dio la vida por nosotros. En el momento
culminante de su pasión nos justifica, diciendo: “Padre, perdónales, porque no
saben lo que hacen” (Lc 23,24). Jesús
anuncia que el Espíritu Santo vendrá con una tarea similar a la que él mismo
realiza al consolarnos, defendernos, enseñarnos a orar como conviene y a llenarnos
de la esperanza y el amor, y así ser sanados y liberados plenamente. Al
respecto, señala el Papa Francisco que: Saber llorar con los demás, esto es
santidad (Gaudete et exultate, 76). JRPC
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