Un
modo de vivir desordenado nos ha llevado a suponer que no tenemos tiempo para
la reflexión. En realidad, el tiempo no ha cambiado: la Tierra se mueve hoy
como hace mil años (a no ser que los astrónomos tengan que precisar este dato).
Lo que ha cambiado es nuestro modo de vivir o, mejor, nuestro modo de malvivir.
Con
menos prisas, con menos solicitaciones, con menos angustia por lo accesorio,
seremos capaces de abrir espacios para pensar. No de un modo egoísta: un
pensamiento encerrado en uno mismo resulta extremadamente pobre e inhumano.
Sino de un modo abierto, solidario, disponible a la escucha de los ‘sabios’ en
humanidad, en alegría, en justicia, en experiencias buenas, en ideas
verdaderas.
Necesitamos
rescatar tiempo para abordar temas esenciales: el origen de la vida, el
horizonte que se abre tras la muerte, la dignidad de cada hombre o mujer:
nacido o no nacido, rico o pobre, con títulos o sin ellos. Necesitamos invertir
la mejor parte de las energías interiores en ese asunto que desde que el hombre
es hombre ha preocupado a millones de habitantes de nuestro planeta: ¿qué
lugar, qué papel desempeña Dios en el sucederse de los hechos y en las
expectativas de los corazones?
El
día empieza. Lo susurra o lo grita un despertador inflexible, o un pájaro que
picotea en la ventana. Mil ‘necesidades’ intentarán ocupar nuestros minutos e
inquietar el alma hasta impedir que la mirada atisbe lo esencial, lo
importante, lo que nunca acaba.
Si
ponemos orden en la agenda interna, si dejamos de ser esclavos de mensajes que
nos aturden y oprimen, lograremos abrir espacios para lo que nunca pasa, para
lo realmente importante, para lo que más necesitamos: el maravilloso e infinito
Amor que viene de un Dios que nos conoce y nos espera en un Reino que dura
eternamente. FP
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