En tiempos del emperador
Constantino el Grande existía la celebración de unas fiestas paganas en honor
al dios Baco, muy arraigadas en el pueblo, por lo que resultaba comprometido
suprimirlas sin más, de aquí que se pensara en sustituirlas por otras, que con
el tiempo habrían de ser conocidas como las ‘Carnestolendas’, lo que hoy
llamamos Carnavales. Dado que estas fiestas carnavalescas dejaban mucho
que desear desde el punto de vista moral, el Concilio de Nicea en el siglo
325 intentó contrarrestar su influjo pernicioso estableciendo la
Cuaresma, un ciclo litúrgico que habría de durar 40 días, en recuerdo a los 40
días que duró el diluvio universal, 40 años de peregrinación en busca de la
tierra prometida, 40 días y cuarenta noches de Jesús en el desierto
y sobre todo en consideración a que este número estaba imbuido de una profunda
simbología, que apuntaba a la conversión.
El deseo de transformación del
hombre nuevo por el hombre viejo, fue la fuerza que alentó la cuaresma en sus
inicios, inspirándose, sin duda, en las palabras de Isaías, que convocaban a
dar libertad a los oprimidos, desatar los lazos de maldad, partir el pan con el
hambriento, acoger en casa a los sin techo, vestir al desnudo y no apartarse
nunca del prójimo. Las prácticas cuaresmales, en un principio, resultaron
ser rigurosas e imbuidas de espíritu cristiano, pero fueron mitigándose
considerablemente a medida que el tiempo iba pasando, hasta quedar reducidas al
ayuno, la abstinencia y como mucho a la limosna.
Durante la edad Media, allá por
el siglo XIV, encontramos un testimonio valiosísimo debido a Juan Ruiz,
Arcipreste de Hita, quien a través de su relato alegórico titulado ‘La batalla entre
D. Carnal y Dña. Cuaresma’, nos trasmite el mensaje de que, entre el desenfreno
y la moderación, entre la virtud y el vicio, no es posible la reconciliación,
sino una lucha encarnizada a vida o muerte. En el sentir del insigne
presbítero, la razón de la cuaresma sería acabar simplemente con los excesos
del comer y del beber y esto se lograría con el triunfo de D. Ayuno sobre la
gula glotona. Al ayuno y abstinencia de alimentos, como prácticas
cuaresmales, se unía también la abstinencia sexual, destinada a frenar la
lascivia lujuriosa, hasta el punto de que, durante este tiempo cuaresmal, se
prohibían ciertos espectáculos mundanos y se cerraban los burdeles, confinando
a sus moradoras en lugares de no fácil acceso, hasta pasada la Pascua. El
proceso de aligeramiento cuaresmal fue en aumento hasta llegar a la venta de
bulas, Privilegio de la Santa Cruzada, en que se pagaba dinero para quedar
libres de la abstinencia prescrita.
Así hasta llegar a los tiempos
actuales, en que la cuaresma ha ido perdiendo sentido, quedando reducida a unas
prácticas, consideradas como antiguallas, que no responden a los tiempos
modernos. En el mejor de los casos, la exigencia cuaresmal para la
mayoría de los cristianos, ha quedado reducida a cambiar la dieta de los
viernes, pasando del consumo de carne al de pescado, que en general resulta ser
una dieta más sabrosa y cara, sobre todo si pensamos en mariscos, con lo que se
ha llegado a crear una situación nada fácil de entender ¿Qué podemos decir a
todo esto? Pues con toda seguridad, que lo que estamos necesitando en estos
momentos es recuperar el genuino sentido de este ciclo litúrgico. Se hace
necesario comenzar a iluminar el misterio inefable de la vida a través de un
proceso de reconversión personal, que nos permita mantenernos unidos a quien es
la fuente de la alegría, del amor y la misericordia.
Hemos de comenzar por ser
conscientes, de que el hombre actual está atravesando una profunda crisis de
identidad personal. Hoy como nunca nos sentimos extraños a nosotros mismos y
vivimos ajenos a los grandes interrogantes humanos, relacionados con
nuestro origen, destino y sentido de la existencia humana. Cuestiones
todas ellas sobre las que los seres humanos estamos llamados a meditar y hemos
de hacerlo a la luz de la fe, ello implica volver la mirada sobre nosotros
mismos e inspeccionar los rincones más recónditos, proyectando sobre ellos la
luz del evangelio. Para poder hacer una introspección interior con
tranquilidad, nada mejor que retirarnos al desierto místico y quedarnos a solas
con nosotros mismos, olvidándonos puntualmente de los afanes que nos tienen
distraídos. Del mismo modo que el cuerpo necesita descanso para poder
recuperarse del duro bregar, también el espíritu atribulado por tantas
preocupaciones y problemas, necesita encontrar la calma en medio de la soledad.
De lo que se trata es de proyectar nuestra mirada hacia la interioridad y
buscar a Dios en el silencio de la noche. O tal vez sea suficiente con
disponernos a la escucha y dejar que sea Dios el que nos hable. “Yo estoy a la
puerta y llamo, nos dice, si alguno oye mi voz y abre la puerta entraré a
él”. Lo que sucede es que hay demasiado ruido a nuestro alrededor para
poder escucharle.
Las sacudidas profundas, las
conversiones súbitas, las llamadas misteriosas, suelen tener como escenario
esas regiones silenciosas y arcanas del espíritu; es allí donde a lo largo de
la historia se han ido fraguando las decisiones más trascendentales, los
sentimientos más nobles y profundos. Todo ello en la mayoría de los casos ha
sido fruto de reflexiones íntimas y secretas. Por esta y otras razones,
la cuaresma hemos de comenzar a verla como un periodo de retiro espiritual,
propicio para aislarnos de todos los ruidos provenientes del exterior y
disponer debidamente nuestros oídos, de modo que podamos escuchar con claridad
la llamada de Dios, conocer cuál es su voluntad, qué es lo que espera de cada
uno de nosotros. Una cuaresma para poner fin a tanto relajamiento e
indiferencia, tiempo en fin de perdón y misericordia, que ha de servirnos para
emprender con éxito el camino de una auténtica y duradera conversión. Cuando el
árbol se encuentra ajado y mustio, solo una nueva savia puede regenerarlo.
También en nuestro ser lo rancio debe ser renovado, el hombre viejo ha de morir
para que resurja el hombre nuevo y los impulsos espirituales prevalezcan sobre
los corporales, sin que ello signifique, ni mucho menos, que cuerpo y alma
tengan que ser considerados como enemigos irreconciliables, por el contrario
ambos se necesitan mutuamente y han de ser vistos como realidades creadas y
queridas por Dios, llamadas a entenderse y a colaborar conjuntamente, en orden
a un mismo fin. Las nobles aspiraciones del espíritu hay que contemplarlas
desde la perspectiva de nuestra frágil condición humana, solo así se hará
posible el anhelado equilibrio entre las necesidades del cuerpo y del espíritu al
modo y manera de nuestro humano modelo, Jesucristo.
La cuaresma ha de servirnos, en
fin, para recuperar nuestra paz interior y abrir de par en par nuestro corazón
a la luz de la esperanza, que buena falta nos hace. La cuaresma no deja de
ser una sagrada tregua que la Iglesia nos concede en el duro caminar de
nuestra vida, una oportunidad que nos permite poner las cosas en orden, mirar
la vida con los ojos del espíritu y enderezar nuestros pasos hacia un
horizonte de luz, que nos impida volver a ser, ya nunca más, vagabundos
errantes que no sabemos dónde estamos y adonde nos dirigimos. Tiempo es de
gracia, que nos permite llenarnos de Dios y gozar de Él, sin que por ello
tengamos que despreocuparnos por lo que pasa a nuestro alrededor. La vida de un
cristiano solo se entiende como vocación de servicio a los demás, razón por la
cual se nos pide salir al encuentro de un mundo que nos necesita y que está
huérfano de Dios.
Aunque no vaya con los tiempos
que corren, el espíritu cuaresmal nos trae a la memoria la gran verdad que
todos necesitamos tener siempre presente y que no es otra que la que nos habla
de que solo somos viandantes de paso, flor de un día, que disponemos de un
tiempo breve para madurar, aprender a amar y volver a la casa del Padre,
donde está nuestro última morada. AGS
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