Allí
está el esposo que daba un beso a la esposa cada vez que llegaba al hogar. Allí
está la esposa que tenía planchada la mejor camisa del esposo para los días de
fiesta. Allí está el hijo bueno que lavaba los platos para que mamá descansase.
Allí está la abuelita que se dormía cuando leía cuentos para dormir a sus
nietos. Allí está el nieto que dejó de hacer caprichos con mamá porque el
abuelito le dijo al oído que Dios le amaba. Allí está el soldado que
desobedeció y no quiso disparar a un niño sucio al ver en sus ojos tristes la
imagen de ternura de un Dios bueno. Allí quizá esté (pido perdón a los
teólogos) el perro que lamía la cara a los niños aunque mamá no estaba muy
contenta.
También
allí están otras muchas personas y personajes, del gran mundo y del mundo de
los humildes y sencillos. Ese niño malo que siempre protestaba, pero que un día
hizo todos los encargos. Esas prostitutas que se cruzaron en la calle con Jesús
cuando caminaba por Galilea, o cuando pudieron verle en un sacerdote que
hablaba de misericordia. Esos teólogos que dejaron de leer libros difíciles
para ir a rezar un poco ante el Sagrario y para visitar a un enfermo que no
sabía teología pero quería un poco de consuelo. Esos médicos que dijeron que no
al aborto y perdieron su trabajo. Esos empresarios que se arruinaron el día en
que dejaron de lado un contrato deshonesto. Esos obreros que no supieron odiar
a sus capataces aunque eso les enseñaron unos revolucionarios que no sabían
nada de perdón ni de cielos. Esos políticos que siempre perdían en las
elecciones porque amaban más a los niños no nacidos que a las encuestas de la opinión
pública. Esos periodistas que fueron dejados de lado cuando no escribieron esa
media verdad (que es una mentira de terciopelo) que pedía el jefe de redacción.
El
cielo tiene a ladrones, criminales, adúlteros y borrachos que un día, de
rodillas, como niños, lloraron sus pecados. Tiene a madres que abortaron y que
un día sintieron que el amor de Dios es más grande que todo pecado. Tiene a
publicanos y políticos deshonestos que se hicieron ricos con el dinero de
otros, y se hicieron pobres al descubrir que sólo vale el Dios que perdona los
pecados, al repartir a otros eso que ganaron en un pasado lleno de miserias.
Tiene a sacerdotes que tocaron con manos sucias a Dios cada mañana, pero que
fueron alcanzados por un amor que limpia todo corazón arrodillado y dolido por
sus miserias y traiciones.
Llenan
el cielo esos miles de mártires que murieron con la palabra ‘perdón’ entre sus
labios, mientras para el mundo eran derrotados, infelices, condenados al olvido
de la historia.
Debe
ser un lugar hermoso este cielo. Dios nos espera, Jesús nos guía, María nos
llama. Tenemos un lugar para nosotros, entre pordioseros, madres, padres, niños
y panaderos. Tenemos un lugar asequible, a la mano. Basta con que hoy abramos
el Evangelio y leamos con ojos frescos, hambrientos, sencillos: “Venid,
benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino, porque supisteis amar a
mis hermanos...” FP
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