La tolerancia ocupa hoy un lugar eminente entre las virtudes más apreciadas en Occidente. Así lo confirman todas las encuestas. Ser tolerante es hoy un valor social cada vez más generalizado. Las jóvenes generaciones no soportan ya la intolerancia o la falta de respeto al otro.
Hemos
de celebrar este nuevo clima social después de siglos de intolerancia y de
violencia, perpetrada muchas veces en nombre de la religión o del dogma. Cómo
se estremece hoy nuestra conciencia al leer obras como la excelente novela ‘El
hereje’, de Miguel Delibes, y qué gozo experimenta nuestro corazón ante su
canto apasionado a la tolerancia y a la libertad de pensamiento.
Todo
ello no impide que seamos críticos con un tipo de «tolerancia» que más que
virtud o ideal humano es desafección hacia los valores e indiferencia ante el
sentido de cualquier proyecto humano: cada cual puede pensar lo que quiera y
hacer lo que le dé la gana, pues poco importa lo que la persona haga con su
vida. Esta «tolerancia» nace cuando faltan principios claros para distinguir el
bien del mal o cuando las exigencias morales quedan diluidas o se mantienen
bajo mínimos.
La
verdadera tolerancia no es «nihilismo moral» ni cinismo o indiferencia ante la
erosión actual de valores. Es respeto a la conciencia del otro, apertura a todo
valor humano, interés por lo que hace al ser humano más digno de este nombre.
La tolerancia es un gran valor no porque no haya verdad objetiva ni moral
alguna, sino porque el mejor modo de acercarnos a ellas es el diálogo y la
apertura mutua.
Cuando
no es así, pronto queda desenmascarada. Se presume de tolerancia, pero se
reproducen nuevas exclusiones y discriminaciones, se afirma el respeto a todos,
pero se descalifica y ridiculiza a quien molesta. ¿Cómo explicar que, en una
sociedad que se proclama tolerante, brote de nuevo la xenofobia o se alimente
la burla de lo religioso?
En la dinámica de la verdadera tolerancia hay un deseo de buscar siempre lo mejor para el ser humano. Ser tolerante es dialogar, buscar juntos, construir un futuro mejor sin despreciar ni excluir a nadie, pero no es irresponsabilidad, abandono de valores, olvido de las exigencias morales. La llamada de Jesús a entrar por la «puerta estrecha» no tiene nada que ver con un rigorismo crispado y estéril. Es una llamada a vivir sin olvidar las exigencias, a veces apremiantes, de toda vida digna del ser humano. JAP
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