Pero el Evangelio no
está muerto.
Está esperando.
A que alguien lo lea
con los pies en la tierra.
A que alguien lo
entienda con hambre en el estómago y dudas en el alma.
A que alguien lo
viva, aunque no sepa recitarlo de memoria.
El
Evangelio no se escribió para museos. Se escribió para los que caen, se
levantan, tropiezan y vuelven a amar. Se escribió para el que perdió el
rumbo. Para la que llora sola en el microbús. Para el que se
equivoca. Y para el que, sin saberlo, tiene dentro una chispa divina.
Hacer actual el
Evangelio no es cambiarlo. Es dejar que nos cambie.
Cuando
dejamos que el Evangelio hable en nuestro aquí y ahora… deja de ser
historia, y se vuelve revolución. Deja de ser rito, y se vuelve
justicia. Deja de ser libro, y se vuelve vida vivida con sentido.
Y
ahí empieza lo más profundo:
Cuando una persona
vive el Evangelio, el barrio cambia. Y cuando una comunidad lo encarna… el mundo se sacude.
“No
se trata de saber qué dijo Jesús hace dos mil años. Se trata de descubrir
qué te dice hoy, entre el tráfico y las noticias”. RM
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