Hay
una «bienaventuranza» de Jesús que los cristianos hemos ignorado. «Cuando des
un banquete, invita a los pobres, lisiados, cojos y ciegos. Dichoso tú si no
pueden pagarte». En realidad, se nos hace difícil entender estas palabras, pues
el lenguaje de la gratuidad nos resulta extraño e incomprensible.
En
nuestra «civilización del poseer», casi nada hay gratuito. Todo se intercambia,
se presta, se debe o se exige. Nadie cree que «es mejor dar que recibir». Solo
sabemos prestar servicios remunerados y «cobrar intereses» por todo lo que
hacemos a lo largo de los días.
Sin
embargo, los momentos más intensos y culminantes de la vida son los que sabemos
vivir la gratuidad. Solo en la entrega desinteresada se puede saborear el
verdadero amor, el gozo, la solidaridad, la confianza mutua. Dice Gregorio
Nacianzeno que «Dios ha hecho al hombre cantor de su irradiación», y,
ciertamente, nunca el hombre es tan grande como cuando sabe irradiar amor
gratuito y desinteresado.
¿No
podríamos ser más generosos con quienes nunca nos podrán devolver lo que
hagamos por ellos? ¿No podríamos acercarnos a quienes viven solos y desvalidos,
pensando solo en su bien? ¿Viviremos siempre buscando nuestro interés?
Acostumbrados
a correr detrás de toda clase de goces y satisfacciones, ¿nos atreveremos a
saborear la dicha oculta, pero auténtica, que se encierra en la entrega
gratuita al que nos necesita? Ese seguidor fiel de Jesús que fue Charles Péguy
vivía convencido de que, en la vida, «el que pierde, gana». JAP
No hay comentarios.:
Publicar un comentario