La
fortaleza, explicada en el catecismo, es “la virtud moral que asegura en las
dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la
resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida
moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la
muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir
hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa
justa” (Catecismo de la Iglesia católica,
1808).
Según
la doctrina de Santo Tomás de Aquino, la virtud de la fortaleza se encuentra en
el hombre que está dispuesto a afrontar los peligros; y en el que está
dispuesto a soportar las adversidades por una causa justa, por la verdad, la
justicia, etc. Como vemos son dos actitudes, una pasiva y otra activa.
A
la primera la podemos identificar con la paciencia que no solamente es
‘aguantar’ los sufrimientos que nos vengan, sino ser perseverantes en la fe y
en nuestro compromiso. Junto a esta actitud pasiva, también es necesaria una
actitud activa: la fortaleza en sí, que nos permite afrontar los peligros. La
fortaleza es la característica principal de los mártires y es la corona que
consiguieron, no por sus méritos y talentos, sino con el trabajo constante y
como una gracia recibida de Dios.
Como
toda virtud, la fortaleza se adquiere a base de pequeños actos, a base de
constancia, de amor y de oración. Los mártires que nos dan testimonio de ella
no recibieron la fortaleza en el momento en que el verdugo descargaba el hacha
con toda su fuerza; tampoco cuando el que padece de cáncer se encuentra en una
sesión de quimioterapia; mucho menos cuando una madre sufre la pérdida de uno
de sus hijos. La fueron adquiriendo poco a poco, con pequeñas acciones de
fortaleza, como un sacrificio, una oración de súplica, un ofrecimiento.
La
fortaleza tiene un papel muy importante en el progreso espiritual. Sin la
prudencia las virtudes serían ciegas, sin la justicia serían desequilibradas, y
sin la fortaleza serían frágiles y vanas. La fortaleza es una condición de toda
virtud porque expresa la firmeza en las obras. Es así porque la práctica de la
virtud es difícil, tanto que las personas no dudan en someterse a fatigas
físicas de todo género, pero no a aquellas de carácter moral que exigen la
ascesis de la voluntad. El vicio es infeliz, y la virtud es feliz, pero como la
virtud implica esfuerzo y firmeza de la voluntad, el hombre termina por
renunciar a la única vía que lleva a la realización de sí y a la felicidad.
Sólo
tendrá el valor de virtud cuando esté encaminada hacia el bien. “Es la virtud
moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda
del bien”- nos dice le Catecismo de la Iglesia Católica. Así que el ánimo y el
valor que el hombre utiliza para hacer el mal no lo podemos calificar como
virtud. Enaltecemos el esfuerzo de una persona que lucha por ser fiel a sus
compromisos, pero no al que utiliza la fuerza y el ánimo para cometer un
crimen. Lo que transforma el ánimo en fortaleza es la orientación hacia el
bien.
Uno
de los peligros de la fortaleza es el miedo. Ante la inseguridad a la fidelidad
sentimos miedo al fracaso, miedo a equivocarnos, miedo a hacer una elección
errónea. Un miedo, que por una parte es válido, ya que somos personas humanas,
débiles, y por tanto, con una natural inclinación hacia el pecado. Pero por
otro lado que no debe tener cabida en nuestra vida cristiana, ya que Cristo se
encuentra con nosotros especialmente en los momentos de más necesidad. Cristo
nos lo repitió: “¡Ánimo!: Soy yo, ¡no tengan miedo!”. Nos anima a dejar a un
lado los temores, el pánico, las preocupaciones, las angustias, las ansias y
las inquietudes. ¿Y al miedo hacia la muerte? También Cristo nos estimula a
vivir con coraje: “¡Ánimo!: Yo he vencido al mundo”.
La
fortaleza es ante todo un don y una gracia que hay que pedirla con
perseverancia. Cristo se compadece de los débiles, de los frágiles y de los
humildes. Tiene una especial predilección hacia aquellos que son conscientes de
su flaqueza y de su nada. Como David, ante el gigante Goliat; como Moisés ante
el faraón y la misión de liberar al pueblo de Israel. Como san Pablo, que se
tenía como el más débil, lo vemos como el más fuerte de todos, incluso hasta
afrontar el martirio, no por mérito suyo sino porque reconoció su pequeñez y su
nada y confió en el Señor. “Todo lo puedo en aquel que me conforta”. Dios
realiza sus obras más grandes con los instrumentos más débiles. FA
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