martes, 19 de febrero de 2013

Salmo 43


Salmo 43 – Oración del Pueblo en las Calamidades

Lamentación que expresa los sentimientos del “resto” fiel de Israel, después de la destrucción de Jerusalén.
Los judíos más miserables, que no murieron ni fueron deportados, ni huyeron, se sienten arruinados y ridiculizados en su tierra por los paganos de la vecindad. Este resto fiel se vuelve hacia Dios, con esperanza invencible, para celebrar los extraordinarios beneficios concedidos por Dios a su pueblo
El recuerdo de las antiguas victorias (vs. 2-9), y su contraposición con la calamidad presente (vs. 10-17), confiere mayor dramatismo a la súplica.
La Iglesia, resto auténtico, acepta, con toda naturalidad, este salmo del “resto” de Israel, para suplicar a su Maestro y Señor que la acoja, en su piedad, en sus duras pruebas.

Oh Dios, nuestros oídos lo oyeron, nuestros padres nos lo han contado: la obra que realizaste en sus días, en los años remotos. Tú mismo con tu mano desposeíste a los gentiles, y los plantaste a ellos; trituraste a las naciones, y los hiciste crecer a ellos. Porque no fue su espada la que ocupó la tierra, ni su brazo el que les dio la victoria, sino tu diestra y tu brazo y la luz de tu rostro, porque tú los amabas. Mi rey y mi Dios eres tú, que das la victoria a Jacob: con tu auxilio embestimos al enemigo, en tu nombre pisoteamos al agresor. Pues yo no confío en mi arco, ni mi espada me da la victoria; tú nos das la victoria sobre el enemigo y derrotas a nuestros adversarios. Dios ha sido siempre nuestro orgullo, y siempre damos gracias a tu nombre. Ahora, en cambio, nos rechazas y nos avergüenzas, y ya no sales, Señor, con nuestras tropas: nos haces retroceder ante el enemigo, y nuestro adversario nos saquea. Nos entregas como ovejas a la matanza y nos has dispersado por las naciones; vendes a tu pueblo por nada, no lo tasas muy alto. Nos haces el escarnio de nuestros vecinos, irrisión y burla de los que nos rodean; nos has hecho el refrán de los gentiles, nos hacen muecas las naciones. Tengo siempre delante mi deshonra, y la vergüenza me cubre la cara al oír insultos e injurias, al ver a mi rival y a mi enemigo. Todo esto nos viene encima, sin haberte olvidado ni haber violado tu alianza, sin que se volviera atrás nuestro corazón ni se desviaran de tu camino nuestro paso; Y tú nos arrojaste a un lugar de chacales y nos cubriste de tinieblas. Si hubiéramos olvidado el nombre de nuestro Dios y extendido las manos a un dios extraño, el Señor lo habría averiguado, pues él penetra los secretos del corazón. Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Levántate, no nos rechaces más. ¿Por qué nos escondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia y opresión? Nuestro aliento se hunde en el polvo, nuestro vientre está pegado al suelo. Levántate a socorrernos, redímenos por tu misericordia.

¿Por qué nos escondes tu rostro?
Cuando estamos afligidos por algún motivo nos imaginamos que Dios nos esconde su rostro, porque nuestra parte afectiva está como envuelta en tinieblas que nos impiden ver la luz de la verdad. En efecto, si Dios atiende a nuestro estado de ánimo y se digna visitar nuestra mente, entonces estamos seguros de que no hay nada capaz de oscurecer nuestro interior. Porque, si el rostro del hombre es la parte más destacada de su cuerpo, de manera que cuando nosotros vemos el rostro de alguna persona es cuando empezamos a conocerla, o cuando nos damos cuenta de que ya la conocíamos, ya que su aspecto nos lo da a conocer, ¿cuánto más no iluminará el rostro de Dios a los que él mira?
El Apóstol dice: El Dios que dijo: «Brille la luz del seno de la tiniebla» ha brillado en nuestros corazones, para que nosotros iluminemos, dando a conocer la gloria de Dios, reflejada en Cristo. Vemos, pues, de qué manera brilla en nosotros la luz de Cristo. Para esto lo envió el Padre al mundo, para que, iluminados por su rostro, podamos esperar las cosas eternas y celestiales, nosotros que antes nos hallábamos impedidos por la oscuridad de este mundo.  (S. Ambrosio)

Dios de nuestros padres: lo hemos oído, nos lo han contado: tú los plantaste a ellos y también les distes la victoria; a nosotros no nos escondas tu rostro y haznos participar de la salvación de Jesucristo, nuestro Señor.

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