Salmo 93 – Invocación a la justicia de Dios contra los opresores
El salmista comienza con una angustiosa invocación al Señor, para que se manifieste como Juez de la tierra y castigue a los opresores de su Pueblo (vs 1-7).
La segunda parte del Salmo tiene un tono sapiencial, y es un severo reproche a los que ponen en duda el triunfo final de la justicia (vs. 8-15).
Por último, el salmista se reconforta a sí mismo, fundado en su propia experiencia de la intervención salvadora de Dios (vs. 16-19) y en la seguridad de que el Señor no puede estar de parte de la injusticia (vs. 20-23).
Un hombre justo y fiel se desahoga ante el hecho de que los impíos hacen valer su fuerza y poder para oprimir al pueblo santo de Dios. El salmista llega incluso a pedir a Yavé que ejecute sobre ellos la venganza que arde en su corazón: « ¡Señor, Dios de la venganza! ¡0h Dios de la venganza, manifiéstate! ¡Levántate, oh juez de la tierra, dales su merecido a los soberbios! ¿Hasta cuándo, Señor, los injustos, hasta cuándo triunfarán los injustos?... Aplastan a tu pueblo, Señor, humillan a tu heredad».
Hay un punto en la oración de este hombre que nos ilumina profundamente. Es la clara señalización de la línea divisoria existente entre los impíos y los justos. Hombre justo es aquel que se deja corregir por Dios: «Dichoso el hombre a quien tú educas, Señor, al que enseñas tu ley, dándole descanso en los días malos, mientras al injusto se le abre una fosa».
Sin embargo, hay una realidad que se impone, y es que la impiedad no es un título que llevan en su frente sólo las naciones paganas que acosan a Israel. La misma Jerusalén, la ciudad de Yavé por excelencia, se ha convertido por sus rebeldías en un nido de impiedad y de maldad.
El Señor Jesús, como signo de que El es la alianza nueva y definitiva entre Dios y los hombres, celebra la víspera de su pasión la Eucaristía con los apóstoles haciendo presente de una vez para siempre que la alianza entre Dios y los hombres ha sido sellada por y en Él: «Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío. De igual modo, después de cenar, la copa, diciendo: esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Le 22,19-22).
La segunda parte del Salmo tiene un tono sapiencial, y es un severo reproche a los que ponen en duda el triunfo final de la justicia (vs. 8-15).
Por último, el salmista se reconforta a sí mismo, fundado en su propia experiencia de la intervención salvadora de Dios (vs. 16-19) y en la seguridad de que el Señor no puede estar de parte de la injusticia (vs. 20-23).
Un hombre justo y fiel se desahoga ante el hecho de que los impíos hacen valer su fuerza y poder para oprimir al pueblo santo de Dios. El salmista llega incluso a pedir a Yavé que ejecute sobre ellos la venganza que arde en su corazón: « ¡Señor, Dios de la venganza! ¡0h Dios de la venganza, manifiéstate! ¡Levántate, oh juez de la tierra, dales su merecido a los soberbios! ¿Hasta cuándo, Señor, los injustos, hasta cuándo triunfarán los injustos?... Aplastan a tu pueblo, Señor, humillan a tu heredad».
Hay un punto en la oración de este hombre que nos ilumina profundamente. Es la clara señalización de la línea divisoria existente entre los impíos y los justos. Hombre justo es aquel que se deja corregir por Dios: «Dichoso el hombre a quien tú educas, Señor, al que enseñas tu ley, dándole descanso en los días malos, mientras al injusto se le abre una fosa».
Sin embargo, hay una realidad que se impone, y es que la impiedad no es un título que llevan en su frente sólo las naciones paganas que acosan a Israel. La misma Jerusalén, la ciudad de Yavé por excelencia, se ha convertido por sus rebeldías en un nido de impiedad y de maldad.
El Señor Jesús, como signo de que El es la alianza nueva y definitiva entre Dios y los hombres, celebra la víspera de su pasión la Eucaristía con los apóstoles haciendo presente de una vez para siempre que la alianza entre Dios y los hombres ha sido sellada por y en Él: «Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío. De igual modo, después de cenar, la copa, diciendo: esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Le 22,19-22).
Dios de la venganza, Señor, Dios de la venganza, resplandece. Levántate, juzga la tierra, paga su merecido a los soberbios. ¿Hasta cuándo, Señor, los culpables, hasta cuando triunfarán los culpables? Discursean profiriendo insolencias, se jactan los malhechores; trituran, Señor, a tu pueblo, oprimen a tu heredad; asesinan a viudas y forasteros, degüellan a los huérfanos, y comentan: "Dios no lo ve, el Dios de Jacob no se entera". Enteraos, los más necios del pueblo, ignorantes, ¿cuándo discurriréis? El que plantó el oído ¿no va a oír? El formó el ojo ¿no va a ver? El que educa a los pueblos ¿no va a castigar? El que instruye al hombre ¿no va a saber? Sabe el Señor que los pensamientos del hombre son insustanciales. Dichoso el hombre a quien tú educas, al que enseñas tu ley, dándole descanso tras los años duros, mientras al malvado le cavan la fosa. Porque el Señor no rechaza a su pueblo, ni abandona su heredad: el justo obtendrá su derecho, y un porvenir los rectos de corazón. ¿Quién se pone a mi favor contra los perversos, quién se coloca a mi lado frente a los malhechores? Si el Señor no me hubiera auxiliado, ya estaría yo habitando en el silencio. Cuando me parece que voy a tropezar, tu misericordia, Señor, me sostiene; cuando se multiplican mis preocupaciones, tus consuelos son mi delicia. ¿Podrá aliarse contigo un tribunal inicuo que dicta injusticias en nombre de la ley? Aunque atenten contra la vida del justo y condenen a muerte al inocente, el Señor será mi alcázar, Dios será mi roca de refugio. El les pagará su iniquidad, los destruirá por sus maldades, los destruirá el Señor, nuestro Dios.
ENSÉÑAME, SEÑOR
Necesito que me eduques, Señor. Quiero ser alumno dócil en tu escuela sin muros. Quiero observar, quiero asimilar, quiero aprender. Sé que la enseñanza dura todo el día, pero yo no aprendo, porque no me fijo, no sé leer las situaciones, no reconozco tu voz.
Enséñame a través de los acontecimientos de cada día. Tú eres quien me los pones delante, así es que tú sabes el sentido y la importancia que tienen para mí. Enséñame a entenderlos, a descifrar tus mensajes en un encuentro fortuito, en una noticia, en una alegría súbita, en una preocupación persistente. Tú estás allí, Señor.
Enséñame a través de los silencios del corazón. Tú no necesitas palabras ni escritos. Tú estás presente en mis cambios de ánimo y tú lees mis pensamientos. Enséñame a conocerme a mí mismo. Enséñame a entender este lío de sentimientos y este embrollo de ideas que llevo dentro y con los que no sé qué hacer.
Enséñame a través de los demás, enséñame a través de la experiencia, enséñame a través de la vida. Libera mis instintos de la rutina y los prejuicios que los atenazan, para que me guíen con la sabiduría de la naturaleza a través de la selva de decisiones diarias.
Enséñame a través de tu presencia, de tu palabra, de tu gracia. Hazme ver las cosas como tú las ves; hazme valorar lo que tú valoras y rechazar lo que tú rechazas.
Enséñame, Señor, enséñame día a día; haz que me entienda mejor a mí mismo, a la vida y a ti. Enciende en mi mente la luz de tu entender para que guíe mis pasos a lo largo del camino que lleva a ti.
Necesito que me eduques, Señor. Quiero ser alumno dócil en tu escuela sin muros. Quiero observar, quiero asimilar, quiero aprender. Sé que la enseñanza dura todo el día, pero yo no aprendo, porque no me fijo, no sé leer las situaciones, no reconozco tu voz.
Enséñame a través de los acontecimientos de cada día. Tú eres quien me los pones delante, así es que tú sabes el sentido y la importancia que tienen para mí. Enséñame a entenderlos, a descifrar tus mensajes en un encuentro fortuito, en una noticia, en una alegría súbita, en una preocupación persistente. Tú estás allí, Señor.
Enséñame a través de los silencios del corazón. Tú no necesitas palabras ni escritos. Tú estás presente en mis cambios de ánimo y tú lees mis pensamientos. Enséñame a conocerme a mí mismo. Enséñame a entender este lío de sentimientos y este embrollo de ideas que llevo dentro y con los que no sé qué hacer.
Enséñame a través de los demás, enséñame a través de la experiencia, enséñame a través de la vida. Libera mis instintos de la rutina y los prejuicios que los atenazan, para que me guíen con la sabiduría de la naturaleza a través de la selva de decisiones diarias.
Enséñame a través de tu presencia, de tu palabra, de tu gracia. Hazme ver las cosas como tú las ves; hazme valorar lo que tú valoras y rechazar lo que tú rechazas.
Enséñame, Señor, enséñame día a día; haz que me entienda mejor a mí mismo, a la vida y a ti. Enciende en mi mente la luz de tu entender para que guíe mis pasos a lo largo del camino que lleva a ti.
Dios justo, levántate y juzga la tierra, sal en defensa de tus pobres, para que los oprimidos por situaciones injustas no caigan en la tentación de tomarse la justicia por su mano, pues eres tú quien pagas a cada uno según sus obras. Por Jesucristo, nuestro Señor.
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