lunes, 13 de mayo de 2013

Salmo 126


Salmo 126 – Si el Señor no construye

Este hermoso poema sapiencial es una invitación a la confianza en la Providencia divina.
El salmista quiere inculcar que sólo Dios puede asegurar la prosperidad de los esfuerzos humanos.
En especial, los hijos son un don de Dios (v. 3), porque la fecundidad únicamente puede provenir de la bendición divina.
El salmo 126 exalta la presencia divina en el trabajo del hombre. Para ello pone en contraste la vida vivida sin el Señor, en la que en vano buscamos seguridad; y con el Señor, en la cual, a su vez, tenemos prosperidad. Ciertamente, una sociedad sólida, que nace del esfuerzo de sus miembros, necesita también la bendición de Dios, al cual ignoramos frecuentemente.
La imagen del padre rodeado por sus hijos, de los cuales recibirá sustento en su vejez, tiene como finalidad celebrar la estabilidad y fuerza de la familia. Ellos son bendición y gracia, signo de continuidad, un don que aporta bienestar a la sociedad.

Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas. Es inútil que madruguéis, que veléis hasta muy tarde, que comáis el pan de vuestros sudores: ¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen! La herencia que da el Señor son los hijos; su salario, el fruto del vientre: son saetas en manos de un guerrero los hijos de la juventud. Dichoso el hombre que llena con ellas su aljaba: No quedará derrotado cuando litigue con su adversario en la plaza.

Oración del que trabaja demasiado
«Es inútil que madruguéis, que veléis hasta muy tarde, que comáis el pan de vuestros sudores: ¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen!».
Gracias, Señor, por este oportuno aviso. Trabajo demasiado. Trabajo, porque me considero indispensable; trabajo para conseguir fama; trabajo para llenar el tiempo; trabajo para no tener que enfrentarme conmigo mismo. Y luego tapo todas esas miserias diciendo que trabajo por ti y por tu gloria y para servir a mis hermanos y hermanas en el mundo. El trabajo es para mí un vicio, sólo que lleva un nombre digno, y así puedo sentirme orgulloso de él mientras me emborracho con su droga.
Me alegro, Señor, de que me hayas puesto al descubierto, denunciado mi vicio y proclamado su inutilidad. Te has reído cariñosamente de mis madrugones y mis largas horas de trabajo, y has echado abajo mi reputación con una sonrisa. Sin que nadie más se entere, Señor, pero quede claro entre tú y yo que me alegro de veras de ello, y siento mis hombros aligerados de la pesada carga que yo había puesto sobre ellos sin más ni más.
«Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas».
No es que haya que dejar de trabajar; tengo que estar en mi oficina más o menos como el centinela ha de estar en su puesto si ha de velar sobre la ciudad. Pero en realidad eres tú, Señor, quien guardas la ciudad y construyes la casa y llevas el trabajo de mi oficina, y tu presencia aligera mi carga según repartimos responsabilidades y yo dejo suavemente que el peso caiga sobre ti.

En ti, Señor, vivimos, nos movemos y existimos; fuera de ti nada podemos hacer; Tú eres la fuerza de nuestra libertad; haz que practiquemos las obras que Tú has predispuesto de antemano. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

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