Salmo 142 – Lamentación y súplica ante la angustia
Un hombre perseguido violentamente (v. 3) se pone bajo la protección de Dios, a fin de que lo libre de sus perseguidores (v. 9).
+ Para fundamentar su pedido, el salmista apela a las antiguas intervenciones de Dios en favor de su Pueblo (v. 5).
+ Pero a diferencia de lo que sucede en otros Salmos similares (Salmo 7), él no hace una declaración de su propia inocencia, sino que reconoce su condición de pecador y su imposibilidad de obtener la salvación sin el auxilio de la misericordia divina.
Una vez más oímos el clamor desgarrador de un fiel israelita que identificamos con el rey David. Una vez más le encontramos huyendo a causa de la rebelión que su hijo Absalón ha levantado contra él. Si grande es su dolor, mayor es su confianza en Yavé. Nos llama la atención que, al invocarle pidiendo su auxilio, no lo hace desde una presunta inocencia, sino desde su condición de culpable, de pecador.
La audacia amorosa de David nos sobrecoge. Sabe que no es justo, como, de hecho, nadie lo es, pero apela a la justicia de Dios que es siempre salvadora; es decir, que Dios salva desde su justicia, no desde la nuestra: «¡Señor, escucha mi oración! ¡Tú que eres fiel, atiende a mis súplicas! ¡Tú que eres justo, respóndeme! No entables juicio contra tu siervo, pues ningún hombre vivo es justo ante ti».
Para hacer posible la vuelta del hombre a Dios, fue necesario que el Señor Jesús se situara cara a cara con el príncipe del mal, y se dejara -aparentemente- vencer por sus fuerzas. Durante tres días estuvo dominado por la muerte, de espaldas al Dios de la vida eterna. Allí, sujeto por los lazos de la mortalidad, nos hizo justicia: resucitó y venció al seductor. Desenmascaró al maestro del engaño y de la mentira e hizo posible la vuelta del hombre hacia Dios.
+ Para fundamentar su pedido, el salmista apela a las antiguas intervenciones de Dios en favor de su Pueblo (v. 5).
+ Pero a diferencia de lo que sucede en otros Salmos similares (Salmo 7), él no hace una declaración de su propia inocencia, sino que reconoce su condición de pecador y su imposibilidad de obtener la salvación sin el auxilio de la misericordia divina.
Una vez más oímos el clamor desgarrador de un fiel israelita que identificamos con el rey David. Una vez más le encontramos huyendo a causa de la rebelión que su hijo Absalón ha levantado contra él. Si grande es su dolor, mayor es su confianza en Yavé. Nos llama la atención que, al invocarle pidiendo su auxilio, no lo hace desde una presunta inocencia, sino desde su condición de culpable, de pecador.
La audacia amorosa de David nos sobrecoge. Sabe que no es justo, como, de hecho, nadie lo es, pero apela a la justicia de Dios que es siempre salvadora; es decir, que Dios salva desde su justicia, no desde la nuestra: «¡Señor, escucha mi oración! ¡Tú que eres fiel, atiende a mis súplicas! ¡Tú que eres justo, respóndeme! No entables juicio contra tu siervo, pues ningún hombre vivo es justo ante ti».
Para hacer posible la vuelta del hombre a Dios, fue necesario que el Señor Jesús se situara cara a cara con el príncipe del mal, y se dejara -aparentemente- vencer por sus fuerzas. Durante tres días estuvo dominado por la muerte, de espaldas al Dios de la vida eterna. Allí, sujeto por los lazos de la mortalidad, nos hizo justicia: resucitó y venció al seductor. Desenmascaró al maestro del engaño y de la mentira e hizo posible la vuelta del hombre hacia Dios.
Señor, escucha mi oración; tú, que eres fiel, atiende a mi súplica; tú, que eres justo, escúchame. No llames a juicio a tu siervo, pues ningún hombre vivo es inocente frente a ti. El enemigo me persigue a muerte, empuja mi vida al sepulcro, me confina a las tinieblas como a los muertos ya olvidados. Mi aliento desfallece, mi corazón dentro de mí está yerto. Recuerdo los tiempos antiguos, medito todas tus acciones, considero las obras de tus manos y extiendo mis brazos hacia ti: tengo sed de ti como tierra reseca. Escúchame en seguida, Señor, que me falta el aliento. No me escondas tu rostro, igual que a los que bajan a la fosa. En la mañana hazme escuchar tu gracia, ya que confío en ti. Indícame el camino que he de seguir, pues levanto mi alma a ti. Líbrame del enemigo, Señor, que me refugio en ti. Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios. Tú espíritu, que es bueno, me guíe por tierra llana. Por tu nombre, Señor, consérvame vivo; por tu clemencia, sácame de la angustia.
POR LA MAÑANA
«En la mañana hazme escuchar tu gracia. Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios».
Despierto, y mis ojos se levantan hacia ti, Señor. Mi primer pensamiento vuela a tu lado al comenzar un nuevo día. No sé lo que me espera, no he planeado el día ni ordenado mi trabajo. Antes de cualquier otro pensamiento, quiero entrar en contacto contigo para recibir tu bendición y tu sonrisa cuando la vida se abre otra vez ante el mundo y ante mí. Buenos días, Señor, y que pasemos este día muy juntos los dos.
La única petición que hago para orientar el día es: «Enséñame a cumplir tu voluntad». Las horas del día me van a traer opciones y decisiones, dudas y tentaciones, oscuridad y pruebas. Lo único que me preocupa de todo esto, al comenzar la trayectoria del día, es saber en todo momento cuál es tu voluntad. Este día será lo que ha de ser si se enfoca desde el principio en la dirección salvífica de tu deseo. Mis decisiones serán correctas si llevan a cabo tu voluntad. Mi caminar será derecho si se dirige hacia ti. Tu voluntad es el resumen por adelantado de mi día, y descubrirla paso a paso en la jornada es mi tarea y mi gozo.
Al ver los primeros rayos de sol que se asoman tímidos a mi ventana, te pido, Señor: dame luz. Al escuchar a los pájaros que se ponen a cantar para despertar a tiempo a la naturaleza dormida, te pido: dame alegría. Al fijarme en las flores que abren sus pétalos a la brisa con atrevida confianza, te pido: dame fe. Dame fortaleza, Señor, dame vida, dame amor.
«En la mañana hazme escuchar tu gracia, ya que confío en ti».
«En la mañana hazme escuchar tu gracia. Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios».
Despierto, y mis ojos se levantan hacia ti, Señor. Mi primer pensamiento vuela a tu lado al comenzar un nuevo día. No sé lo que me espera, no he planeado el día ni ordenado mi trabajo. Antes de cualquier otro pensamiento, quiero entrar en contacto contigo para recibir tu bendición y tu sonrisa cuando la vida se abre otra vez ante el mundo y ante mí. Buenos días, Señor, y que pasemos este día muy juntos los dos.
La única petición que hago para orientar el día es: «Enséñame a cumplir tu voluntad». Las horas del día me van a traer opciones y decisiones, dudas y tentaciones, oscuridad y pruebas. Lo único que me preocupa de todo esto, al comenzar la trayectoria del día, es saber en todo momento cuál es tu voluntad. Este día será lo que ha de ser si se enfoca desde el principio en la dirección salvífica de tu deseo. Mis decisiones serán correctas si llevan a cabo tu voluntad. Mi caminar será derecho si se dirige hacia ti. Tu voluntad es el resumen por adelantado de mi día, y descubrirla paso a paso en la jornada es mi tarea y mi gozo.
Al ver los primeros rayos de sol que se asoman tímidos a mi ventana, te pido, Señor: dame luz. Al escuchar a los pájaros que se ponen a cantar para despertar a tiempo a la naturaleza dormida, te pido: dame alegría. Al fijarme en las flores que abren sus pétalos a la brisa con atrevida confianza, te pido: dame fe. Dame fortaleza, Señor, dame vida, dame amor.
«En la mañana hazme escuchar tu gracia, ya que confío en ti».
Señor de la justicia, ningún hombre es inocente frente a ti; pero ahora has manifestado tu justicia misericordiosa otorgada por la fe en tu Hijo, muerto y resucitado por nuestros pecados; por tu gracia consérvanos en la vida y sácanos de la angustia. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo nuestro Señor. Amén.
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