Escribía
Chesterton que sólo quien nada a contracorriente sabe con certeza que está
vivo. Y como ha señalado muy lúcidamente Juan Manuel de Prada, las grandes
batallas del pensamiento, las conquistas que han ensanchado el horizonte humano,
siempre se han librado a contracorriente; y, con frecuencia, quienes se
atrevieron a protagonizarlas fueron contemplados por sus contemporáneos como
retrógrados, incluso como peligrosos delincuentes. Pero, junto al rechazo o
incomprensión de su época, estos pioneros que osaron contrariar el “espíritu de
los tiempos” pudieron proclamar con orgullo que estaban vivos; y con su
sacrificio irradiaron vida en un mundo acechado por la muerte, convocaron a la
vida a quienes por cobardía, por estolidez, por conformidad con las ideas
establecidas nadaban a favor de la corriente.
Así debió
ocurrir con los primeros patricios que, en la época de máximo esplendor del
Imperio Romano, empezaron a manumitir esclavos, como aquel Filemón que,
siguiendo las instrucciones de San Pablo, decidió acoger a su esclavo Onésimo
como si de un “hermano querido” se tratase. Cuando Filemón manumite a Onésimo,
la esclavitud no era tan sólo una institución jurídica plenamente reconocida,
auspiciada y protegida por la ley; era también el cimiento de la organización
económica romana. Según establecía el derecho de gentes de la época, los
esclavos eran individuos que, aun perteneciendo a la especie humana, no eran “personas”
en el sentido jurídico de la palabra, sino “bienes” sobre los que sus amos
podían ejercer un “derecho” de libre disposición. Los nadadores a
contracorriente como Filemón alegaron entonces que, más allá de los preceptos
legales, existía un estado de naturaleza que permitía reconocer en cualquier
ser humano una dignidad inalienable; y que tal dignidad era previa a su
consideración de ciudadano romano. Aquella subversión del sistema legal
establecido ponía en peligro el progreso material de Roma; y quienes entonces
nadaban a favor de la corriente se emplearon a fondo en el mantenimiento de un
orden legal que favorecía sus intereses. Tan a fondo se emplearon que la
abolición de la esclavitud aún tardaría muchos siglos en imponerse; y no lo
hizo hasta que el ímpetu pionero de nadadores a contracorriente como Filemón
propició una metanoia social, un cambio de mente que antepuso ese meollo
irrenunciable de humanidad que nos permite distinguir la dignidad inalienable
de cualquier persona sobre los indudables beneficios económicos de la
esclavitud. Y en el largo camino que condujo a esa conquista muchos Filemones
fueron señalados como retrógrados, perseguidos y condenados al ostracismo.
Como ocurriera
hace dos mil años a los primeros patricios romanos que empezaron a manumitir
esclavos, ocurre hoy a quienes se oponen al aborto. Los nadadores a favor de la
corriente los anatemizan y escarnecen, los calumnian presentándolos como
detractores de los “derechos de la mujer”, los caracterizan como sombríos
“retrógrados” que amenazan el progreso social. Pero, como aquellos primeros
patricios romanos que reconocieron en cualquier persona una dignidad
inalienable, quienes hoy se oponen al aborto no hacen sino velar por ese meollo
irrenunciable de humanidad que nos constituye, que nos permite reconocer como
miembro de la familia humana a quien aún no tiene voz para proclamarlo, que nos
impone proteger la vida gestante, la más desvalida e inerme, como garantía de
nuestra propia supervivencia moral, para que no nos ocurra lo que Marcel Proust
denunciaba, al describir el clima de corrupción en el que se desenvolvían sus
personajes: “Desde hacía tiempo ya no se daban cuenta de lo que podía tener de
moral o inmoral la vida que llevaban, porque era la de su ambiente. Nuestra
época, para quien lea su historia dentro de dos mil años, parecerá que hubiese
hundido estas conciencias tiernas y puras en un ambiente vital que se mostrará
entonces como monstruosamente pernicioso y donde, sin embargo, ellas se
encontraban a gusto”.
El día en que
nos encontremos a gusto en un ambiente vital que consagra el aborto como
“derecho” habremos dejado de merecer el calificativo de humanos; porque
simplemente habremos dimitido de la razón, que es -según nos enseñaba
Aristóteles- capacidad de discernimiento sobre lo que es justo y lo que es
injusto. Y cuando el hombre se desprende de la razón es como cuando las ramas
se desprenden del árbol, que no les aguarda otro destino sino amustiarse.
Cuando el aborto se acepta como una conquista de la libertad o del progreso,
cuando se niega o restringe el derecho a la vida de las generaciones venideras,
nuestra propia condición humana se debilita hasta perecer; y entonces nos
convertimos, irrevocablemente, en esos nadadores a favor de la corriente que,
sin advertirlo, aceptan su propia muerte con tal de no bracear. Porque muertos
están quienes por cobardía, por estolidez, por conformidad con las ideas
establecidas defienden el aborto; y también quienes con su silencio o
indiferencia lo amparan, quienes con su anuencia sorda respiran sus miasmas,
fingiendo que no les contagian.
A los soldados
aliados que, en su avance hacia Berlín, liberaban los campos de concentración
donde durante años se habían hacinado prisioneros famélicos, puras radiografías
de hombre despojadas de su dignidad, no les estremecía tanto el espectáculo
dantesco que se desplegaba ante sus ojos como la pretendida ignorancia de los
lugareños vecinos, que habían visto llegar trenes abarrotados de presos al
apeadero de su pueblo, que habían visto humear las chimeneas de los hornos
crematorios, que habían visto descender la ceniza de los cadáveres incinerados
sobre sus tierras de labranza y, sin embargo, habían fingido no enterarse de lo
que estaba sucediendo ante sus narices. Con esta nueva forma de holocausto que
es el aborto ocurre lo mismo: llegará el día en que las generaciones venideras,
al asomarse a los cementerios del aborto, se estremezcan de horror, como hoy
nos estremecemos ante las matanzas que ampararon los totalitarismos de hace un
siglo (sólo que, para entonces, las cifras del aborto serán mucho más
abultadas, vertiginosas de tan abultadas); pero se estremecerán, sobre todo,
ante la complicidad tácita de una sociedad que, dimitiendo de su humanidad,
prefirió volver el rostro hacia otro lado cuando se trataba de defender la vida
más inerme, que incluso aceptó el aborto como un instrumento benéfico,
entronizándolo en la categoría de “derecho”. AA
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