miércoles, 3 de enero de 2018

La fe se prueba con obras

“Sí, creo en la democracia, creo que un gobierno constitucional de ciudadanos libres es el mejor posible”. Uno que dijera esto y, al mismo tiempo, no votara, ni pagara sus impuestos, ni respetara las leyes de su país, sería puesto en evidencia por sus propias acciones, que le condenarían por mentiroso e hipócrita.
También resulta evidente que cualquiera que manifieste creer las verdades reveladas por Dios sería absolutamente insincero si no pusiera empeño en observar las leyes de Dios. Es muy fácil decir “Creo”; pero nuestras obras deben ser la prueba irrebatible de la fortaleza de nuestra fe. “No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos” (Mt 7,21). No puede decirse más claramente: si creemos en Dios tenemos que hacer lo que Dios nos pide, debemos guardar sus mandamientos.
Convenzámonos de una vez que la ley de Dios no se compone de arbitrarios “haz esto” y “no hagas aquello”, con el objeto de fastidiarnos. Es cierto que la ley de Dios prueba la fortaleza de nuestra fibra moral, pero no es éste su primordial objetivo. Dios no es un ser caprichoso. No ha establecido sus mandamientos como el que pone obstáculos en una carrera. Dios no está apostado, esperando al primero de los mortales que caiga de bruces con el fin de hacerle sentir el peso de su ira.
Muy al contrario, la ley de Dios es expresión de su amor y sabiduría infinitos. Cuando adquirimos un aparato doméstico del tipo que sea, si tenemos sentido común lo utilizaremos según las instrucciones de su fabricante. Damos por supuesto que quien lo hizo sabe mejor cómo usarlo para que funcione bien y dure. También, si tenemos sentido común, confiaremos en que Dios conoce mejor, lo más apropiado para nuestra felicidad personal y la de la humanidad. Podríamos decir que la ley de Dios es sencillamente un folleto de instrucciones que acompaña al noble producto de Dios, que es el hombre. Más estrictamente, diríamos que la ley de Dios es la expresión de la divina sabiduría dirigida al hombre para que éste alcance su fin y su perfección. La ley de Dios regula al hombre “el uso” de sí mismo, tanto en sus relaciones con Dios como con el prójimo.
Si consideramos cómo sería el mundo si todos obedeciéramos la ley de Dios, resulta patente que se dirige a procurar la felicidad y el bienestar del hombre. No habría delitos y, en consecuencia, no habría necesidad de jueces, policías y cárceles. No habría codicia o ambición, y, en consecuencia, no habría necesidad de guerras, ejércitos o armadas. No habría hogares rotos, ni delincuencia juvenil, ni hospitales para alcohólicos. Sabemos que -consecuencia del pecado original- este mundo hermoso y feliz jamás existirá. Pero individualmente puede existir para cada uno de nosotros.
Nosotros, igual que la humanidad en su conjunto, hallaríamos la verdadera felicidad, incluso en este mundo, si identificáramos nuestra voluntad con la de Dios. Estamos hechos para amar a Dios, aquí y en la eternidad. Este es el fin de nuestro existir, en esto encontramos nuestra felicidad. Y Jesús nos da las instrucciones para conseguir esa felicidad con sencillez absoluta: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Jn 14,15).
La ley de Dios que rige la conducta humana se llama ley moral, del latín “mores”, que significa “modo de actuar”. La ley moral es distinta de las leyes físicas por las que Dios gobierna al resto del universo. Las leyes de astronomía, física, reproducción y crecimiento obligan necesariamente a la natura creada. No hay modo de eludirlas, no hay libertad de elección. Si das un paso sobre el precipicio, la ley de la gravedad actúa fatalmente y te desplomas, a no ser que la neutralices por otra ley física -la de la presión del aire- y utilices un paracaídas. La ley moral, sin embargo, nos obliga de modo distinto. Actúa dentro del marco del libre albedrío. No debemos desobedecer la ley moral, pero podemos hacerlo. Por ello decimos que la ley moral obliga moralmente, pero no físicamente. Si no fuéramos físicamente libres, no podríamos merecer. Si no tuviéramos libertad, no podría ser un acto de amor nuestra obediencia.
Al considerar la ley divina, los moralistas distinguen entre ley natural y ley positiva. La reverencia de los hijos a los padres, la fidelidad matrimonial, el respeto a la persona y propiedad ajenas, pertenecen a la misma naturaleza del hombre. Esta conducta, que la conciencia del hombre (su juicio guiado por la justa razón) aplaude, se llama ley natural.
Comportarse así sería bueno, y lo opuesto, malo, aunque Dios no nos lo hubiera expresamente declarado. Aunque no existiera sexto mandamiento, el adulterio sería malo. Una violación de la ley natural es mala intrínsecamente, es decir, mala por su misma naturaleza. Ya era mala antes de que Dios diera a Moisés los Diez Mandamientos en el monte Sinaí. Además de la ley natural, existe la ley divina positiva, que agrupa todas aquellas acciones que son buenas porque Dios las ha mandado, y malas porque Él las ha prohibido. Son aquellas cuya bondad no está en la raíz misma de la naturaleza humana, sino que ha sido impuesta por Dios para perfeccionar al hombre según sus designios. Un ejemplo sencillo de ley divina positiva es la obligación que tenemos de recibir la Sagrada Eucaristía por el mandato explícito de Cristo.
Tanto si consideramos una u otra ley, nuestra felicidad depende de la obediencia a Dios.
“Si quieres entrar en la vida”, dice Jesús, “guarda los mandamientos” (Mt 19,17).
Amar significa no tener en cuenta el costo. Una madre jamás piensa en medir los esfuerzos y desvelos que invierte en sus hijos. Un esposo no cuenta la fatiga que le causa velar a la esposa enferma. Amor y sacrificio son términos casi sinónimos. Por esta razón, obedecer a la ley de Dios no es un sacrificio para el que le ama. Por esta razón, Jesús resumió toda la ley de Dios en dos grandes mandamientos de amor.
“Y le preguntó uno de ellos, tentándole: Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley? Él le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt. 22, 35-40). En realidad, el segundo mandamiento se contiene en el primero, porque si amamos a Dios con todo nuestro corazón y con toda nuestra alma, amaremos a los que, actual o potencialmente, poseen una participación de la bondad divina, y querremos para ellos lo que Dios quiere. También nos amaremos rectamente, queriendo para nos otros lo que Dios quiere. Es decir, por encima de todo, querremos crecer en amor a Dios, que es lo mismo que crecer en santidad; y, más que nada, querremos ser felices con Dios en el cielo. Nada que se interponga entre Dios y nosotros tendrá valor. Y como el amor por nosotros es la medida de nuestro amor al prójimo (que abarca a todos, excepto los demonios y los condenados del infierno), desearemos para nuestro prójimo lo que para nosotros deseamos. Querremos que crezca en amor a Dios, que crezca en santidad. Querremos también que alcance la felicidad eterna para la que Dios lo ha creado. Esto significa, a su vez, que tendremos que odiar cualquier cosa que aparte al prójimo de Dios. Odiaremos las injusticias y los males hechos por el hombre, que pueden ser obstáculos para su crecimiento en santidad. Odiaremos la injusticia social, las viviendas inadecuadas, los salarios insuficientes, la explotación de los débiles e ignorantes.
Amaremos y procuraremos todo lo que contribuya a la bondad, felicidad y perfección de nuestro prójimo.
Dios nos ha facilitado la labor al señalarnos en los Diez Mandamientos nuestros principales deberes hacia Él, hacia nuestro prójimo, y hacia nosotros mismos. Los primeros tres mandamientos declaran nuestros deberes con Dios; los otros siete indican los principales deberes con nuestro prójimo, e, indirectamente, con nosotros mismos. Los Diez Mandamientos fueron dados originalmente por Dios a Moisés en el monte Sinaí, grabados en dos tablas de piedra, y fueron ratificados por Jesucristo, Nuestro Señor: “No penséis que he venido a abrogar la Ley o los profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla” (Mt. 5,17). Jesús consuma la Ley de dos maneras.
En primer lugar, nos señala algunos deberes concretos hacia Dios y el prójimo. Estos deberes, dispersos en los Evangelios y las Epístolas, son los que se relacionan en las obras de misericordia, corporales y espirituales. Luego, Jesús nos aclara estos deberes al dar a su Iglesia el derecho y el deber de interpretar y aplicar en la práctica la ley divina, lo que se concreta en los que denominamos mandamientos de la Iglesia.
Debemos tener en cuenta que los mandamientos de la Iglesia no son nuevas cargas adicionales que nos prescriben, por encima y más allá de los mandamientos divinos. Estas leyes de la Iglesia no son más que interpretaciones y aplicaciones concretas de la ley de Dios. Por ejemplo, Dios ordena que dediquemos algún tiempo a su culto. Nosotros podríamos decir, “Sí, quiero hacerlo, ¿pero cómo?”. Y la Iglesia contesta: “Yendo a Misa los domingos y fiestas de guardar”. Este hecho, el hecho de que las leyes de la Iglesia no son más que aplicaciones prácticas de las leyes divinas, es un punto que merece destacarse. Algunas personas, incluso católicos, razonan distinguiendo las leyes de Dios de las leyes de la Iglesia, como si Dios pudiera estar en oposición consigo mismo.
Aquí tenemos, pues, las directrices divinas que nos dicen cómo perfeccionar nuestra naturaleza, cómo cumplir nuestra vocación de almas redimidas: los Diez Mandamientos de Dios, las siete obras de misericordia corporales y las siete espirituales, y los mandamientos de la Iglesia de Dios.
Todos ellos, claro está, prescriben solamente un mínimo de santidad: hacer la voluntad de Dios en materias obligatorias. Pero no debiéramos poner límites, no hay límites a nuestro crecimiento en santidad. El auténtico amor de Dios supera la letra de la ley, yendo a su espíritu. Debemos esforzarnos para hacer no sólo lo que es bueno, sino lo que es perfecto.
Para aquellos que no tienen miedo de volar alto, nuestro Señor propone la observancia de los llamados Consejos Evangélicos: pobreza voluntaria, castidad perpetua y obediencia perfecta. LJT

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