“Sí, creo en la
democracia, creo que un gobierno constitucional de ciudadanos libres es el
mejor posible”. Uno que dijera esto y, al mismo tiempo, no votara, ni pagara
sus impuestos, ni respetara las leyes de su país, sería puesto en evidencia por
sus propias acciones, que le condenarían por mentiroso e hipócrita.
También resulta
evidente que cualquiera que manifieste creer las verdades reveladas por Dios
sería absolutamente insincero si no pusiera empeño en observar las leyes de
Dios. Es muy fácil decir “Creo”; pero nuestras obras deben ser la prueba
irrebatible de la fortaleza de nuestra fe. “No todo el que dice: ¡Señor,
Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi
Padre, que está en los cielos” (Mt 7,21). No puede decirse más claramente: si
creemos en Dios tenemos que hacer lo que Dios nos pide, debemos guardar sus
mandamientos.
Convenzámonos de una
vez que la ley de Dios no se compone de arbitrarios “haz esto” y “no hagas
aquello”, con el objeto de fastidiarnos. Es cierto que la ley de Dios prueba la
fortaleza de nuestra fibra moral, pero no es éste su primordial objetivo. Dios
no es un ser caprichoso. No ha establecido sus mandamientos como el que pone
obstáculos en una carrera. Dios no está apostado, esperando al primero de los
mortales que caiga de bruces con el fin de hacerle sentir el peso de su ira.
Muy al contrario, la ley
de Dios es expresión de su amor y sabiduría infinitos. Cuando adquirimos un
aparato doméstico del tipo que sea, si tenemos sentido común lo utilizaremos
según las instrucciones de su fabricante. Damos por supuesto que quien lo hizo
sabe mejor cómo usarlo para que funcione bien y dure. También, si tenemos
sentido común, confiaremos en que Dios conoce mejor, lo más apropiado para
nuestra felicidad personal y la de la humanidad. Podríamos decir que la ley de
Dios es sencillamente un folleto de instrucciones que acompaña al noble
producto de Dios, que es el hombre. Más estrictamente, diríamos que la ley de
Dios es la expresión de la divina sabiduría dirigida al hombre para que éste
alcance su fin y su perfección. La ley de Dios regula al hombre “el uso” de sí
mismo, tanto en sus relaciones con Dios como con el prójimo.
Si consideramos cómo
sería el mundo si todos obedeciéramos la ley de Dios, resulta patente que se
dirige a procurar la felicidad y el bienestar del hombre. No habría delitos y,
en consecuencia, no habría necesidad de jueces, policías y cárceles. No habría
codicia o ambición, y, en consecuencia, no habría necesidad de guerras,
ejércitos o armadas. No habría hogares rotos, ni delincuencia juvenil, ni
hospitales para alcohólicos. Sabemos que -consecuencia del pecado original-
este mundo hermoso y feliz jamás existirá. Pero individualmente puede existir
para cada uno de nosotros.
Nosotros, igual que la
humanidad en su conjunto, hallaríamos la verdadera felicidad, incluso en este
mundo, si identificáramos nuestra voluntad con la de Dios. Estamos hechos para
amar a Dios, aquí y en la eternidad. Este es el fin de nuestro existir, en esto
encontramos nuestra felicidad. Y Jesús nos da las instrucciones para conseguir
esa felicidad con sencillez absoluta: “Si me amáis, guardad mis mandamientos”
(Jn 14,15).
La ley de Dios que
rige la conducta humana se llama ley moral, del latín “mores”, que significa
“modo de actuar”. La ley moral es distinta de las leyes físicas por las que
Dios gobierna al resto del universo. Las leyes de astronomía, física,
reproducción y crecimiento obligan necesariamente a la natura creada. No hay
modo de eludirlas, no hay libertad de elección. Si das un paso sobre el
precipicio, la ley de la gravedad actúa fatalmente y te desplomas, a no ser que
la neutralices por otra ley física -la de la presión del aire- y utilices un
paracaídas. La ley moral, sin embargo, nos obliga de modo distinto. Actúa
dentro del marco del libre albedrío. No debemos desobedecer la ley moral, pero
podemos hacerlo. Por ello decimos que la ley moral obliga moralmente, pero no
físicamente. Si no fuéramos físicamente libres, no podríamos merecer. Si no
tuviéramos libertad, no podría ser un acto de amor nuestra obediencia.
Al considerar la ley
divina, los moralistas distinguen entre ley natural y ley positiva. La
reverencia de los hijos a los padres, la fidelidad matrimonial, el respeto a la
persona y propiedad ajenas, pertenecen a la misma naturaleza del hombre. Esta
conducta, que la conciencia del hombre (su juicio guiado por la justa razón)
aplaude, se llama ley natural.
Comportarse así sería
bueno, y lo opuesto, malo, aunque Dios no nos lo hubiera expresamente
declarado. Aunque no existiera sexto mandamiento, el adulterio sería malo. Una
violación de la ley natural es mala intrínsecamente, es decir, mala por su
misma naturaleza. Ya era mala antes de que Dios diera a Moisés los Diez
Mandamientos en el monte Sinaí. Además de la ley natural, existe la ley divina
positiva, que agrupa todas aquellas acciones que son buenas porque Dios las ha
mandado, y malas porque Él las ha prohibido. Son aquellas cuya bondad no está
en la raíz misma de la naturaleza humana, sino que ha sido impuesta por Dios
para perfeccionar al hombre según sus designios. Un ejemplo sencillo de ley
divina positiva es la obligación que tenemos de recibir la Sagrada Eucaristía
por el mandato explícito de Cristo.
Tanto si consideramos
una u otra ley, nuestra felicidad depende de la obediencia a Dios.
“Si quieres entrar en
la vida”, dice Jesús, “guarda los mandamientos” (Mt 19,17).
Amar significa no
tener en cuenta el costo. Una madre jamás piensa en medir los esfuerzos y
desvelos que invierte en sus hijos. Un esposo no cuenta la fatiga que le causa
velar a la esposa enferma. Amor y sacrificio son términos casi sinónimos. Por
esta razón, obedecer a la ley de Dios no es un sacrificio para el que le ama.
Por esta razón, Jesús resumió toda la ley de Dios en dos grandes mandamientos
de amor.
“Y le preguntó uno de
ellos, tentándole: Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley? Él le
dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con
toda tu mente. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo,
semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos
penden toda la Ley y los Profetas” (Mt. 22, 35-40). En realidad, el segundo
mandamiento se contiene en el primero, porque si amamos a Dios con todo nuestro
corazón y con toda nuestra alma, amaremos a los que, actual o potencialmente,
poseen una participación de la bondad divina, y querremos para ellos lo que
Dios quiere. También nos amaremos rectamente, queriendo para nos otros lo que
Dios quiere. Es decir, por encima de todo, querremos crecer en amor a Dios, que
es lo mismo que crecer en santidad; y, más que nada, querremos ser felices con
Dios en el cielo. Nada que se interponga entre Dios y nosotros tendrá valor. Y
como el amor por nosotros es la medida de nuestro amor al prójimo (que abarca a
todos, excepto los demonios y los condenados del infierno), desearemos para
nuestro prójimo lo que para nosotros deseamos. Querremos que crezca en amor a Dios, que crezca en santidad. Querremos
también que alcance la felicidad eterna para la que Dios lo ha creado. Esto significa, a su vez, que tendremos que odiar
cualquier cosa que aparte al prójimo de Dios. Odiaremos las injusticias y los
males hechos por el hombre, que pueden ser obstáculos para su crecimiento en
santidad. Odiaremos la injusticia social, las viviendas inadecuadas, los
salarios insuficientes, la explotación de los débiles e ignorantes.
Amaremos y
procuraremos todo lo que contribuya a la bondad, felicidad y perfección de
nuestro prójimo.
Dios nos ha facilitado
la labor al señalarnos en los Diez Mandamientos nuestros principales deberes hacia
Él, hacia nuestro prójimo, y hacia nosotros mismos. Los primeros tres
mandamientos declaran nuestros deberes con Dios; los otros siete indican los
principales deberes con nuestro prójimo, e, indirectamente, con nosotros
mismos. Los Diez Mandamientos fueron dados originalmente por Dios a Moisés en
el monte Sinaí, grabados en dos tablas de piedra, y fueron ratificados por
Jesucristo, Nuestro Señor: “No penséis que he venido a abrogar la Ley o los
profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla” (Mt. 5,17). Jesús
consuma la Ley de dos maneras.
En primer lugar, nos
señala algunos deberes concretos hacia Dios y el prójimo. Estos deberes,
dispersos en los Evangelios y las Epístolas, son los que se relacionan en las
obras de misericordia, corporales y espirituales. Luego, Jesús nos aclara estos
deberes al dar a su Iglesia el derecho y el deber de interpretar y aplicar en
la práctica la ley divina, lo que se concreta en los que denominamos
mandamientos de la Iglesia.
Debemos tener en
cuenta que los mandamientos de la Iglesia no son nuevas cargas adicionales que
nos prescriben, por encima y más allá de los mandamientos divinos. Estas leyes
de la Iglesia no son más que interpretaciones y aplicaciones concretas de la
ley de Dios. Por ejemplo, Dios ordena que dediquemos algún tiempo a su culto.
Nosotros podríamos decir, “Sí, quiero hacerlo, ¿pero cómo?”. Y la Iglesia
contesta: “Yendo a Misa los domingos y fiestas de guardar”. Este hecho, el
hecho de que las leyes de la Iglesia no son más que aplicaciones prácticas de
las leyes divinas, es un punto que merece destacarse. Algunas personas, incluso
católicos, razonan distinguiendo las leyes de Dios de las leyes de la Iglesia,
como si Dios pudiera estar en oposición consigo mismo.
Aquí tenemos, pues,
las directrices divinas que nos dicen cómo perfeccionar nuestra naturaleza,
cómo cumplir nuestra vocación de almas redimidas: los Diez Mandamientos de
Dios, las siete obras de misericordia corporales y las siete espirituales, y
los mandamientos de la Iglesia de Dios.
Todos ellos, claro
está, prescriben solamente un mínimo de santidad: hacer la voluntad de Dios en
materias obligatorias. Pero no debiéramos poner límites, no hay límites a
nuestro crecimiento en santidad. El auténtico amor de Dios supera la letra de
la ley, yendo a su espíritu. Debemos esforzarnos para hacer no sólo lo que es bueno,
sino lo que es perfecto.
Para aquellos que no
tienen miedo de volar alto, nuestro Señor propone la observancia de los
llamados Consejos Evangélicos: pobreza voluntaria, castidad perpetua y obediencia
perfecta. LJT
No hay comentarios.:
Publicar un comentario