A inicio de
mes una joven me pedía oraciones por su mamá porque le habían detectado una
grave enfermedad en el corazón que hacía presagiar lo peor. Una semana más
tarde, aun sin conocer los resultados médicos definitivos de su mamá, me avisa
que pida por su papá porque al día siguiente le operarán de unos tumores que
descubrieron de modo inesperado. En unos días la vida familiar de esta joven
puede cambiar considerablemente.
Su corazón
experimenta miedo ante los males que le circundan. Sin ser ordinarias,
situaciones como la descrita ocurren con cierta frecuencia. Recuerdo una madre
de familia cuya hija mayor le informa que se encuentra en una situación moral
grave. Dos días más tarde le comunican que su hijo será expulsado temporalmente
del colegio por un acto grave de insinceridad e indisciplina. En unos días esta
mujer siente que se derrumba todo el trabajo educativo realizado durante años
en sus hijos.
Me han
impresionado las declaraciones del empresario americano que ha perdido a más de
ochocientos empleados en el atentado de New York.
Debido al mal
ajeno en un día de una acomodada situación ha pasado a una impotencia y
angustia por el futuro de su familia y por no poder ayudar a las familiares de
sus empleados, como en conciencia desearía realizar.
Aunque más
escaso, no es extraño para algunas personas pasar por períodos en los que la
ilusión en el cumplimiento de los deberes matrimoniales y familiares, el
trabajo apostólico y la misma relación con Dios pierden todo su interés y
entran en una oscuridad interior que provoca incluso momentos de duda y
turbación.
De un modo u
otro, alguna vez, cada uno ha vivido “la experiencia del temor por el asalto
del mal que intenta golpear al justo”. El Santo Padre, ayudado de los salmos,
recuerda las dos fuentes del mal que acontece al hombre: las fuerzas naturales,
representadas por “leones en posición de ataque” (Sal 57,5), y la malicia
humana, actuada por “una banda de perseguidores que tienden trampas y cavan
fosas” (Sal 57,7).
Ante estas
situaciones el Papa recuerda que la “luz vencerá la oscuridad y los miedos”. En
concreto, invita a renovar la certeza de “la presencia de Dios junto a los
fieles” y, en consecuencia, a pedir al Señor que envíe su amor y su verdad a la
propia vida. “Incluso si se horroriza por el rugido terrible de las fieras y
por la perfidia de los perseguidores, el fiel en su interior permanece sereno y
confiado”. Una vez más el Santo Padre recalca que Dios, de modo ordinario, no
hace desaparecer el mal pero su presencia acogida por el hombre, le hace
permanecer sereno y seguro mientras camina en medio del mal.
En segundo
lugar, el Papa recuerda que “la presencia de Dios no tardará en mostrar su
eficacia”. Tarde o temprano el mal, los temores, la oscuridad pasarán, mientras
Dios permanecerá junto al hombre fiel.
Ante el amor y
la verdad divina, surge el agradecimiento profundo y sincero del hombre a Dios.
Este agradecimiento no debe ser solamente de palabra. Las palabras del salmista
son elocuentes (Sal 57,10.12): ´Te alabaré entre los pueblos, Señor, te
salmodiaré entre las gentes porque tu amor es grande... ¡Álzate, oh Dios, sobre
los cielos, sobre toda la tierra, tu gloria!´
La alegría del
salmista no es egoísta. La causa de su alegría es principalmente porque la
gloria de Dios ha vencido. Es el bien de Dios, su voluntad la que interesa al
fiel. El haber sido salvado de los males pasa a un segundo puesto. Pero además,
la alegría le lleva a dar a conocer a todos los demás el amor de quien le ha
mantenido fiel en medio de los males.
En resumen, la
vida del cristiano es un camino que “transcurre desde el lamento dramático,
dirigido a Dios, a la esperanza serena y al agradecimiento alegre”. JCO
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