Texto del Evangelio (Lc 16,19-31): En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos:
«Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días
espléndidas fiestas. Y uno pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su
portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del
rico, pero nadie se lo daba. Hasta los perros venían y le lamían las llagas.
»Sucedió,
pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham.
Murió también el rico y fue sepultado. Estando en el Hades entre tormentos, levantó
los ojos y vio a lo lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Y, gritando, dijo:
‘Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la
punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta
llama’. Pero Abraham le dijo: ‘Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante
tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y
tú atormentado. Y además, entre nosotros y vosotros se interpone un gran
abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni de
ahí puedan pasar donde nosotros’.
»Replicó: ‘Con
todo, te ruego, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco
hermanos, para que les dé testimonio, y no vengan también ellos a este lugar de
tormento’. Díjole Abraham: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan’.
Él dijo: ‘No, padre Abraham; sino que si alguno de entre los muertos va donde
ellos, se convertirán’. Le contestó: ‘Si no oyen a Moisés y a los profetas,
tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite’».
«Hijo, recuerda que
recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males»
Comentario: Rev. D. Valentí ALONSO i Roig
(Barcelona, España)
Hoy, Jesús nos encara con la
injusticia social que nace de las desigualdades entre ricos y pobres. Como si
se tratara de una de las imágenes angustiosas que estamos acostumbrados a ver
en la televisión, el relato de Lázaro nos conmueve, consigue el efecto sensacionalista
para mover los sentimientos: «Hasta los perros venían y le lamían las llagas» (Lc 16,21). La diferencia está clara: el
rico llevaba vestidos de púrpura; el pobre tenía por vestido las llagas.
La situación de igualdad llega
enseguida: murieron los dos. Pero, a la vez, la diferencia se acentúa: uno
llegó al lado de Abraham; al otro, tan sólo lo sepultaron. Si no hubiésemos
escuchado nunca esta historia y si aplicásemos los valores de nuestra sociedad,
podríamos concluir que quien se ganó el premio debió ser el rico, y el
abandonado en el sepulcro, el pobre. Está claro, lógicamente.
La sentencia nos llega en boca
de Abraham, el padre en la fe, y nos aclara el desenlace: «Hijo, recuerda que
recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males» (Lc 16,25). La justicia de Dios
reconvierte la situación. Dios no permite que el pobre permanezca por siempre
en el sufrimiento, el hambre y la miseria.
Este relato ha movido a
millones de corazones de ricos a lo largo de la historia y ha llevado a la
conversión a multitudes, pero, ¿qué mensaje hará falta en nuestro mundo
desarrollado, hiper-comunicado, globalizado, para hacernos tomar conciencia de
las injusticias sociales de las que somos autores o, por lo menos, cómplices?
Todos los que escuchaban el mensaje de Jesús tenían como deseo descansar en el
seno de Abraham, pero, ¿cuánta gente en nuestro mundo ya tendrá suficiente con
ser sepultados cuando hayan muerto, sin querer recibir el consuelo del Padre
del cielo? La auténtica riqueza es llegar a ver a Dios, y lo que hace falta es
lo que afirmaba san Agustín: «Camina por el hombre y llegarás a Dios». Que los
Lázaros de cada día nos ayuden a encontrar a Dios.
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