El sujeto
social se construye desde una identidad. No puede fungir en el anonimato. Este
es, tal vez, el mayor desafío en las actuales condiciones culturales, tanto por
el creciente urbanismo como por los sistemas de comunicación electrónica, que
tienden a masificar y despersonalizar.
Es necesaria la
certeza de que a partir de la propia originalidad se debe participar en la obra
común, y que las características personales son una posibilidad para el
conjunto. El mejor tejido social es el que no abruma la riqueza de sus
participantes, sino les respeta el espacio de integración precisamente
considerando la aportación peculiar que puede dar en razón de sus afanes
singulares, de sus talentos y aún de sus decisiones.
Pero existe
también una identidad compartida, que se relaciona con la historia de cada
grupo humano. Es la que hereda del pasado un bagaje de experiencia, una
‘hipótesis’ de humanidad probada, que ha manifestado sus alcances y sus
riesgos. Como en el ámbito personal, la historia requiere ser digerida y
asumida. En ello hay mucho que necesita ser asimilado.
El origen
mestizo y pluricultural de nuestro país, en particular, conserva aún heridas
que no han terminado de sanar. No será nunca negando el pasado como se pueda
fortalecer la identidad. Como colectividad, proyectamos aún muchos ‘traumas’
históricos, que distan mucho de un equilibrio social. En la convivencia
cotidiana se manifiestan en ocasiones con particular evidencia, y aún
dramatismo.
“Una de las
grandes tareas pendientes en nuestra historia es la reconciliación entre todos
los que formamos esta gran Nación. Reconciliación con nuestro pasado, aceptando
nuestras raíces indígenas y europeas, especialmente españolas, todas vigentes y
actuales. Reconciliación con cada una de nuestras etapas valiosas e importantes
en la conformación de nuestra cultura: el Virreinato, la Independencia, la
Reforma, la Revolución, el Sistema Político Posrevolucionario y la actual
experiencia de paulatina transición democrática” (CEM, Conmemorar nuestra
historia desde la fe, n.129).
El sujeto
social requiere cultivar su conciencia. Su propia profundidad, su mundo
interior, no constituye el pretexto para alejarse del entorno, sino es el punto
de partida y referencia de la identidad personal. Y en la medida en que más se
cultive la interioridad, más posibilidades hay de que la participación social
sea auténtica. Una más lúcida conciencia es antídoto contra relaciones
superficiales, que inevitablemente vuelven frágil la cohesión social. Nuestro
tiempo, fascinado por relaciones ‘de pantalla’ (en el doble sentido de
virtuales y de apariencia), hace en ello muy endeble el compromiso humano.
Entre más hondos son los cimientos, más confianza podemos tener en que el
edificio no se derrumbe.
La conciencia
es, en primer lugar, conocimiento de sí. Pero también, a partir de ello,
ubicación en la realidad y responsabilidad en las acciones. En última
instancia, formulación del sentido de la existencia y de la misma religiosidad.
Decía el Concilio Vaticano II: “Cuanto mayor es el predominio de la recta
conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para
apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la
moralidad” (Gaudium et spes, n. 16).
La conciencia tiene que ser formada, y en ello
ocupa un lugar insustituible el tema de la relación con los demás. Reconocer y
poner en práctica actitudes de cortesía, partiendo de la convicción del valor
de cada ser humano, hace la convivencia civilizada y agradable. La
espontaneidad silvestre que hoy se aplaude como afirmación de los individuos,
alcanza niveles de grosería que están muy lejos de fomentar relaciones
armoniosas. Lo más alarmante es que este tipo de conductas prevalecen en los
niveles más selectos de la vida pública, y por lo mismo tienden a ser imitados,
rasgando, polarizando y tensionando más el tejido social.
Participación,
congruencia, identidad y conciencia: cuatro pistas para propiciar sujetos
sociales. JLA
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