No
son pocos los que miran hoy a la Iglesia con pesimismo y desencanto. No es la
que ellos desearían. Una Iglesia viva y dinámica, fiel a Jesucristo,
comprometida de verdad en construir una sociedad más humana.
La
ven inmóvil y desfasada, excesivamente ocupada en defender una moral obsoleta
que ya a pocos interesa, haciendo penosos esfuerzos por recuperar una
credibilidad que parece encontrarse «bajo mínimos». La perciben como una
institución que está ahí casi siempre para acusar y condenar, pocas veces para
ayudar e infundir esperanza en el corazón humano. La sienten con frecuencia
triste y aburrida, y de alguna manera intuyen –con el escritor francés Georges
Bernanos– que «lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste».
La
tentación fácil es el abandono y la huida. Algunos hace tiempo que lo hicieron,
incluso de manera ruidosa: hoy afirman casi con orgullo creer en Dios, pero no
en la Iglesia. Otros se van distanciando de ella poco a poco, «de puntillas y
sin hacer ruido»: sin advertirlo apenas nadie se va apagando en su corazón el
afecto y la adhesión de otros tiempos.
Ciertamente
sería un error alimentar en estos momentos un optimismo ingenuo, pensando que
llegarán tiempos mejores. Más grave aún sería cerrar los ojos e ignorar la
mediocridad y el pecado de la Iglesia. Pero nuestro mayor pecado sería «huir
hacia Emaús», abandonar la comunidad y dispersarnos cada uno por su camino,
hundidos en la decepción y el desencanto.
Hemos
de aprender la «lección de Emaús». La solución no está en abandonar la Iglesia,
sino en rehacer nuestra vinculación con algún grupo cristiano, comunidad,
movimiento o parroquia donde poder compartir y reavivar nuestra esperanza en
Jesús.
Donde
unos hombres y mujeres caminan preguntándose por él y ahondando en su mensaje,
allí se hace presente el Resucitado. Es fácil que un día, al escuchar el
Evangelio, sientan de nuevo «arder su corazón». Donde unos creyentes se
encuentran para celebrar juntos la eucaristía, allí está el Resucitado
alimentando sus vidas. Es fácil que un día «se abran sus ojos» y lo vean.
Por
muy muerta que aparezca ante nuestros ojos, en esta Iglesia habita el
Resucitado. Por eso también aquí tienen sentido los versos de Antonio Machado:
«Creí mi hogar apagado, revolví las cenizas... me quemé la mano». JAP
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