Millones de seres humanos sufren por guerras, hambre,
diversas formas de esclavitud, enfermedades, paro, encarcelamiento. La lista de
categorías de personas que sufren es larga, pero en la misma no podemos olvidar
a quienes son víctimas de numerosos tipos de delitos.
Porque en el mundo de hoy hay miles de personas que han
sufrido un asalto o un robo, muchas veces impune, sin que el Estado haya hecho
lo suficiente para aliviar las consecuencias de esas experiencias tan
dolorosas.
Porque otros miles de personas malviven bajo la opresión de
usureros sin escrúpulos, que abusan de las necesidades de los desesperados para
ofrecerles préstamos a intereses insufribles.
Porque también hay quienes han sido golpeados o humillados
por violencias gratuitas de gamberros callejeros que actúan simplemente para
dañar a otros en su cuerpo y en su dignidad.
Las víctimas no pueden convertirse en una categoría olvidada.
Cada víctima necesita cercanía, apoyo, escucha, justicia. Quien ha sido
asaltado por navajeros lleva en su corazón penas inmensas, incluso traumas, que
requieren el apoyo de una sociedad a veces más interesada por el verdugo que
por quien ha sido agredido.
También la Iglesia católica está llamada a hacer más por esas
víctimas. Junto a la pastoral carcelaria, junto a las visitas a los ancianos y
enfermos, junto a las acciones a favor de los emigrantes, hay que encontrar
caminos concretos para aliviar a quienes han sufrido daño por culpa de la
delincuencia, del terrorismo o de otras formas de violencia.
No olvidar a las víctimas: ellas lo necesitan, y lo pide una
sana vida social. De este modo, la cercanía de tantas personas honestas y
generosas ayudará a la curación de sus heridas, les ofrecerá gestos concretos
para atender sus necesidades materiales o espirituales.
Así las víctimas podrán continuar su camino de sanación y su
esfuerzo por volver a la normalidad. Y también recibirán fuerzas para llegar
algún día a un paso difícil, pero posible: el de perdonar a quienes fueron la
causa de sus sufrimientos. FP
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