A lo largo del tiempo, pero de modo más intenso en las últimas décadas,
se ha desarrollado un mayor interés por evaluar el impacto de los
comportamientos humanos en el ambiente.
Ese interés está acompañado, en personas y en grupos, por un esfuerzo
serio para defender el ambiente ante las acciones dañinas provocadas por la
especie humana.
Detrás de ese deseo hay dos ideas, una bastante obvia y explícita, otra
poco evidenciada pero no por ello menos importante. La primera idea supone que
el ambiente es un bien que merece ser protegido. La segunda idea coloca al ser
humano, en parte, como un ser que tiene responsabilidades especiales respecto
del ambiente.
La primera idea, desde luego, tendrá matizaciones importantes. Es obvio
que el ambiente cambia a lo largo de la historia del planeta. Donde antes había
un bosque hoy hay un desierto. Donde florecían los prados ahora hay un fuerte
crecimiento de arbustos.
Lo que suele destacarse en este punto es que el ambiente natural
contendría una serie de equilibrios que permiten la coexistencia de especies
diferentes de plantas y de animales, y que tales especies en sí mismas son un
patrimonio, un valor, que vale la pena proteger y conservar.
La segunda idea es bastante más compleja y, en algunos casos, puede
llevar a una extraña contradicción. Que el ser humano tiene potencialidades
enormes resulta algo obvio y aceptado casi universalmente, y sería extraño que
alguien lo negara.
El problema consiste en explicar el fundamento de esas potencialidades.
Si alguien se coloca en una visión materialista, en la que se niega la
existencia de un alma espiritual y se reduce al ser humano a una especie
viviente surgida gracias a un proceso evolutivo autónomo, resultaría que las
potencialidades humanas serían parte de ese proceso y, por lo tanto, algo de
por sí neutro, sin connotaciones éticas.
Pero entonces surge un grave problema: ¿por qué un ser vivo originado,
según ciertos evolucionistas, desde el desarrollo de las leyes de la materia,
tendría que controlar sus comportamientos para favorecer la pervivencia de
otras especies y, en el fondo, también de sí mismo?
En otras palabras, si la evolución ha ‘producido’ un ser capaz de
construir rascacielos, de asfaltar carreteras, de usar masivamente el petróleo,
de emplear bombas en las guerras, ¿no sería algo ‘natural’ permitir a ese ser
que actuase según sus posibilidades?
Parecería fácil responder a esa objeción, desde una perspectiva
materialista, a través de un razonamiento como este: es cierto que el hombre ha
surgido de la materia y que no existe en él algo que lo separe radicalmente de
los animales; pero también es cierto que la misma evolución ha capacitado al
ser humano del poder de autocontrolarse.
La
realidad, sin embargo, parece ir contra ese razonamiento: basta con observar
los enormes cambios ambientales (muchos de ellos dañinos) que millones de seres
humanos han provocado y siguen provocando; y con reconocer que entre esos
cambios muchos han ido precisamente no solo contra el ambiente, sino contra el
mismo ser humano...
En
realidad, hay otra perspectiva de afrontar el tema, y consiste en reconocer que
el ser humano no sería un simple resultado de procesos evolutivos autónomos,
sino un ser dotado de un alma espiritual, una inteligencia y una voluntad, que
lo hacen distinto de los demás vivientes del planeta, y, por lo mismo,
responsable de las acciones buenas o malas que pueda realizar.
En
esa perspectiva, la atención al ambiente se encuadra en una visión en la que el
ser humano adquiere unas mayores responsabilidades no simplemente por ser parte
del planeta, sino por tener un origen singular y un destino que va más allá del
tiempo y del espacio que conocemos.
Esa
es la perspectiva que surge en la visión cristiana, perspectiva que encuentra
una expresión concreta en un documento orientado casi exclusivamente a
reflexionar sobre la importancia del ambiente: la encíclica ‘Laudato si’ del
Papa Francisco, del año 2015.
Esa
es la perspectiva que puede aportar mucho en un tema de tanto interés y urgencia,
el de la conservación del ambiente, para el bien no solo del género humano,
sino también de tantas especies de animales y de plantas.
El
ambiente que hemos recibido y la biodiversidad que lo caracteriza merecen ser
protegidos, porque hacen posible y bella la convivencia de quienes compartimos,
por un tiempo que no sabemos cuánto durará, un mismo planeta, mientras
caminamos hacia el mundo que empieza tras la frontera de la muerte. FP
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