Donde
está Jesús hay amor a la vida, interés por los que sufren, pasión por la
liberación de todo mal. No deberíamos olvidar nunca que la imagen primera que
nos ofrecen los relatos evangélicos es la de un Jesús curador. Un hombre que
difunde vida y restaura lo que está enfermo.
Por
eso encontramos siempre a su alrededor la miseria de la humanidad: poseídos,
enfermos, paralíticos, leprosos, ciegos, sordos. Hombres a los que falta vida;
«los que están a oscuras», como diría Bertolt Brecht.
Las
curaciones de Jesús no han solucionado prácticamente nada en la historia
dolorosa de los hombres. Su presencia salvadora no ha resuelto los problemas.
Hay que seguir luchando contra el mal. Pero nos han descubierto algo decisivo y
esperanzador. Dios es amigo de la vida, y ama apasionadamente la felicidad, la
salud, el gozo y la plenitud de sus hijos e hijas.
Inquieta
ver con qué facilidad nos hemos acostumbrado a la muerte: la muerte de la
naturaleza, destruida por la polución industrial, la muerte en las carreteras,
la muerte por la violencia, la muerte de los que no llegan a nacer, la muerte
de las almas.
Es
insoportable observar con qué indiferencia escuchamos cifras aterradoras que
nos hablan de la muerte de millones de hambrientos en el mundo, y con qué
pasividad contemplamos la violencia callada, pero eficaz y constante, de
estructuras injustas que hunden a los débiles en la marginación.
Los
dolores y sufrimientos ajenos nos preocupan poco. Cada uno parece interesarse
solo por sus problemas, su bienestar o su seguridad personal. La apatía se va
apoderando de muchos. Corremos el riesgo de hacernos cada vez más incapaces de
amar la vida y de vibrar con el que no puede vivir feliz. JAP
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