¡Qué testimonio! ¡Qué fe! Cuánta razón tenía Pablo
en señalar en esa misma carta: «He combatido el buen combate, he terminado mi
carrera, he guardado la fe» (2 Tim
4, 7). Tal vez nosotros no estemos en prisión, esperando nuestra condena a
muerte, pero solo Dios sabe de nuestros problemas y nuestro dolor, de su
profundidad y complejidad, de la carga que cada uno lleva sobre los hombros…
Probablemente (ojalá) la mayor parte
del tiempo sea un dolor quieto, presente pero apenas perceptible. Sin embargo,
hay ciertos momentos en nuestras vidas donde todas las puertas parecen cerrarse
al mismo tiempo, donde distintas situaciones sofocan nuestra vida y parece que
literalmente TODO sale mal y no hay salida. ¿Qué hacer en esos
momentos?
Como sabemos, los santos no fueron extraños a este
escenario. Su amor a Dios y su fe no los eximieron del sufrimiento, ni ellos
tampoco pretendieron que así fuera. La diferencia entre ellos y nosotros es que
los santos, a pesar de atravesar semejantes o peores vicisitudes, conocían a su
Señor y confiaban en Él. Es por eso que, basados en ese testimonio, les
ofrecemos 5 puntos de reflexión que pueden ayudarnos cuando nos sintamos
abatidos o defraudados por la vida:
1. Un día a la vez
«No se inquieten por el día de mañana; el mañana se
inquietará por sí mismo. A cada día le bastan sus propias preocupaciones» (Mateo 6,34). De esta forma, nuestro
Señor nos alienta a no vivir en el pasado (resentimientos)
ni mortificarnos por cosas que todavía no suceden (preocupaciones). Como verdadero hombre, conoce nuestra naturaleza
y sabe de qué pie cojeamos. Él nos insta a vivir en el presente, a enfocarnos
en las herramientas que tenemos hoy para que con cabeza clara podamos trabajar
en lo que nos compete. De lo contrario, seremos presa fácil de preocupaciones
abrumadoras que nos llenan de desaliento y que en el peor de los casos pueden
llevarnos a la desesperación.
Un buen antídoto frente a esto es la oración de
santa Teresa de Ávila, Doctora de la Iglesia. Ella misma fue atribulada por
enfermedades, problemas, persecución y calumnias. Sin embargo, su fe, aplomo y
sabiduría hizo que esta mujer revolucionara la sociedad de su tiempo y fuera un
verdadero regalo de Dios a su Iglesia. Esta es pues una oración escrita en
medio de esas contradicciones: «Nada te
turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda; la paciencia todo lo
alcanza; quien a Dios tiene nada le falta: Solo Dios basta. Eleva tu
pensamiento, al cielo sube, por nada te acongojes, nada te turbe. A
Jesucristo sigue con pecho grande, y, venga lo que venga,
nada te espante. ¿Ves la gloria del mundo? Es gloria
vana; nada tiene de estable, todo se pasa. Aspira
a lo celeste, que siempre dura; fiel y rico en promesas, Dios no se
muda. Ámala cual merece bondad inmensa; pero no hay amor fino sin la
paciencia. Confianza y fe viva mantenga el alma, que quien cree y espera
todo lo alcanza. Del infierno, acosado, aunque se viere, burlará sus
furores quien a Dios tiene. Vénganle desamparos, cruces, desgracias;
siendo Dios tu tesoro nada te falta. Id, pues, bienes del mundo; id dichas
vanas; aunque todo lo pierda, solo Dios basta» (Santa Teresa de Ávila, 1515-1582).
2. El sufrimiento/los problemas
también son una oportunidad
«Bendita la crisis que te hizo crecer, la caída que te hizo mirar al
cielo, el problema que te hizo buscar a Dios» (san Pío de Pietrelcina).
Con esta corta frase, este gran santo italiano encapsula la sabiduría profunda
de saber reconocer a Dios y su amor en medio de los
problemas.
Podemos estar de acuerdo en que a veces nuestra
propia terquedad, egoísmo, soberbia o incluso ignorancia hace que vivamos de
espaldas a Dios, llevando vidas no malas necesariamente, pero bastante lejanas
de ser santas. Es así que, sin darnos cuenta, podemos volvernos indiferentes
con respecto a Dios, los sacramentos, el servicio a los demás o cualquier
aspecto de la fe. Vivir así pone en peligro nuestra eternidad y
Dios, como Buen Padre, intenta de todos los modos llamar nuestra atención,
romper el estado zombi y catatónico de nuestra existencia para al fin abrirnos
a Él.
El gran santo español, Juan de Ávila, también
Doctor de la Iglesia, se refería a la sensación de ausencia de Dios como “noche
del alma”. En el caso de los santos, la noche del alma no se refiere a momentos
de crisis para que vuelvan a Dios, sino al tiempo prolongado de sequedad
espiritual por el cual las almas devotas purifican su amor a Dios, de tal forma
que lo amen no por lo que obtienen de Él sino por Él mismo. Ya sea que, nuestro
caso sea uno u otro, creo que podemos identificarnos con la oración que San
Juan de Ávila escribió estando injustamente preso acusado por sus propios
hermanos. Edifica mucho que él celebre esta “noche oscura” pues sabe que es a
partir de ella que el alma (la amada)
y Dios (el Amado) se encuentran con
redoblado amor: «En una noche oscura, con ansias de amores
inflamada, ¡oh dichosa ventura! salí sin ser notada, estando ya mi casa
sosegada, sin otra luz ni guía sino la que en el corazón
ardía. Aquella me guiaba, más cierta que la luz del mediodía, adonde
me esperaba quien yo bien me sabía, en parte donde nadie parecía. ¡Oh
noche que guiaste! ¡Oh noche más amable que la alborada, Oh
noche que juntaste amado con amada, amada en el Amado transformada!»
En medio de las dificultades y el
desconcierto no hay otra luz que guíe sino la fe.
Felices de nosotros si esa fe es como la que describe san Juan de Ávila: más
cierta que la luz del mediodía.
3. Amar a Dios es confiar en Él
«Nos vienen pruebas de toda clase, pero no nos desanimamos. Andamos con
graves preocupaciones, pero no desesperados: perseguidos, pero no abandonados;
derribados, pero no aplastados» (2 Cor 4, 8).
Una vez más citamos al gran apóstol san Pablo. Por
medio de sus escritos y enseñanzas, no nos queda duda que conocía a nuestro
Señor, que había experimentado Su amor y que, por eso, confiaba en Él. Como
señalaba el Padre Bernardo Hurault: «Con
la firme esperanza de la fe, el testigo de Cristo ha de mostrarse valiente y
fuerte como mensajero de Cristo Vencedor. Convencerá por su
propia convicción». Esa convicción será verdadera si
nosotros, en medio de los problemas, no nos alejamos de Dios, sino que
recurrimos más fervientemente a los sacramentos y a su Palabra que salva. En
ese momento, experimentaremos la certeza de sabernos hijos amados de Dios y
aunque andemos con graves preocupaciones, no caeremos en la desesperación, pues
mientras estemos en gracia de Dios, nuestras vidas estarán en Sus manos».
4. ¿Voluntad de Dios?
Aunque veces en el lenguaje cotidiano se suela
atribuir cualquier cosa buena o mala a la voluntad de Dios, se puede caer en el
error de creer que asesinatos, robos o cualquier tragedia sean algo que Él haya
deseado. Como explicaba Madre Angélica, dentro de la voluntad de Dios, hay
cosas que Él ordena, es decir cosas que desea para nosotros, y otras cosas que
permite. Dentro de esta última categoría estarían los males ocasionados no por
el bien, sino por la ausencia de Dios en la vida de las personas que los
cometen. Sabemos que Dios respeta nuestra libertad, pues no somos robots que Él
controla a su antojo (así de grande es su
amor). Por lo tanto, a pesar de que Él no desee la muerte de alguien a
causa de un conductor ebrio, por ejemplo, puede permitirlo sabiendo que en su
omnipotencia «todas las cosas obran para
el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su
propósito» (Romanos 8, 28). La
frecuencia de los sacramentos nos dará esta paz y certeza.
Más aún, en el evangelio, nuestro mismo Señor nos
conforta y nos pide que no tengamos miedo. Nos habla una y otra vez del amor
del Padre y de cuánto le importamos. Esto debería bastarnos para no dejarnos
abatir por el peso de los problemas, pues Dios está en control de la historia: «¿Acaso un par de pajaritos no se venden por
unos centavos? Pero ni uno de ellos cae en tierra sin que lo permita vuestro
Padre. En cuanto a ustedes, hasta sus cabellos están todos contados. ¿No valen
ustedes más que muchos pajaritos? Por lo tanto, no tengan miedo»
(Mt 10, 29-31).
5. Mirar la Cruz
¿Quién puede reclamar genuinamente acerca de las
injusticias de la vida si fue el propio Jesucristo que experimentó la
injusticia más grande de la historia? ¿Cómo ese Dios no va a entender nuestro
padecimiento? ¿Cómo no hallaremos en Sus brazos consuelo? Mirar a Cristo
crucificado en medio de nuestro dolor, llorar con Él frente al Santísimo, puede
darnos el más dulce de los consuelos y la gracia de entender un poquito más el
sentido salvífico del dolor. Mientras tanto, comparto con ustedes un extracto
de «La Imitación de Cristo» de Thomas de Kempis: «Tengo
ahora muchos amantes de mi reino; pero pocos se preocupan por mi cruz. Muchos
desean mis consuelos, pocos mis tribulaciones. Encuentro
muchos compañeros de mi mesa, pocos de mi abstinencia. Todos quieren
alegrarse conmigo, pocos quieren sufrir algo por mí. Muchos me siguen
hasta la fracción del pan; pocos hasta beber el cáliz de mi Pasión. Muchos
reverencian mis milagros, pocos se apegan a la ignominia de mi
cruz. Muchos me aman mientras la prueba no les llega. Muchos me
alaban y me bendicen mientras reciben algunos favores. Pero si me escondo
y los dejo un instante, se quejan y caen en el más completo
abatimiento. Al contrario, los que me aman por mí mismo y no en vista de
algún interés particular, me bendicen en las pruebas y en las angustias del
corazón, como en medio de las grandes alegrías».
Que nuestro Señor nos dé la gracia de los santos y
aprendamos a amarlo, ofrecer nuestro sufrimiento por el bien de las almas y
finalmente descansar nuestros corazones en el de Él. Así sea. SP
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