Cuando
en la familia surge un problema serio, los sufrimientos se agudizan ante
quienes actúan como destructores. Al revés, las dificultades y penas pueden ser
afrontadas con mayor paz desde los que intervienen como constructores.
El
problema en la familia puede surgir por confusiones o por claras injusticias a
la hora de aplicar una herencia; o porque unos han escurrido el bulto a la hora
de cuidar a los padres ancianos y han dejado caer todo el peso en otros; o porque
alguno ha traicionado de modo miserable a sus hermanos, a sus padres o a sus
hijos.
Las
situaciones pueden ser muchas. Cuando explota el problema, cuando todos o casi
todos llegan a conocerlo o a padecer de modo directo o indirecto sus
consecuencias, es cuando se hacen más vivas las diferentes formas de reaccionar
de cada uno.
Hay
quienes, ante el drama familiar, toman la actitud de destructores. Ven males
reales o imaginados. Levantan sospechas. Albergan rencores. Buscan culpables.
Piden justicia. Cierran las puertas al noble gesto del perdón. No dudan incluso
en planear y poner en práctica venganzas más o menos sutiles. Otras veces se
dedican a tácticas y a intrigas para desprestigiar a unos y para promover a
aquellos que les simpatizan y que pueden apoyarles en la búsqueda de sus
propios intereses.
Los
destructores pueden tener razón o pueden no tenerla. Sus motivos de fondo son
válidos cuando exigen algo que se les debe, o cuando buscan defenderse ante
injusticias que les perjudicarían seriamente, o cuando simplemente desean
proteger los bienes de otros. Pero tener razón nunca debe convertirse en excusa
para intrigar, para dar a otros golpes por la espalda, para destruir la unión
en la familia, para difamar, para inventar calumnias más o menos grotescas.
En
cambio, los constructores adoptan un punto de vista más rico, más noble, más
hermoso. Si actúan correctamente, no cierran los ojos ante injusticias que
deben ser solucionadas, ni caen en actitudes de buenismo orientadas (desde una
falsa piedad) a justificar lo que no puede ser justificado en modo alguno.
Pero
saben entrever, junto a las heridas, que existen horizontes más amplios y
posibilidades de acción más serenas. Porque un problema dentro de la familia no
puede convertirse en ocasión para destruir los lazos buenos que unen a padres,
hermanos e hijos. Porque incluso los culpables tienen siempre una dignidad
propia y necesitan ser ayudados. Porque la justicia llega a serlo plenamente no
cuando se conquista desde odios profundos y golpes bajos, sino desde actitudes
maduras de diálogo y desde la limpieza de quien no se rebaja a hacer el mal
para conquistar algún objetivo bueno.
Por
eso, es un auténtico don de Dios descubrir que, en la propia familia, hay
constructores buenos. Serán capaces de resistir los golpes de quienes buscan
maliciosamente venganzas indignas. Evitarán ese desgaste de los corazones
cuando algunos sucumben al mal espíritu que disfruta a costa de herir a los
propios familiares por la espalda. Buscarán caminos concretos para resarcir los
daños y para curar heridas, sin aumentar neciamente los dolores con golpes
bajos que tanto gustan a los corazones destructores. FP
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