¿Qué
encontraban en él las mujeres?, ¿por qué las atraía tanto? La respuesta que
ofrecen los relatos evangélicos es clara. Jesús las mira con ojos diferentes.
Las trata con una ternura desconocida, defiende su dignidad, las acoge como
discípulas. Nadie las había tratado así.
La
gente las veía como fuente de impureza ritual. Rompiendo tabúes y prejuicios,
Jesús se acerca a ellas sin temor alguno, las acepta en su mesa y hasta se deja
acariciar por una prostituta agradecida.
La
sociedad las consideraba como ocasión y fuente de pecado; desde niños se les
advertía a los varones para no caer en sus artes de seducción. Jesús, sin
embargo, pone el acento en la responsabilidad de los varones: «Todo el que mira
a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón».
Se
entiende su reacción cuando le presentan a una mujer sorprendida en adulterio,
con intención de lapidarla. Nadie habla del varón. Es lo que ocurría siempre en
aquella sociedad machista. Se condena a la mujer porque ha deshonrado a la
familia y se disculpa con facilidad al varón.
Jesús
no soporta esta hipocresía social construida por el dominio de los varones. Con
sencillez y valentía admirables, pone verdad, justicia y compasión: «El que
esté sin pecado, que arroje la primera piedra». Los acusadores se retiran
avergonzados. Saben que ellos son los más responsables de los adulterios que se
cometen en aquella sociedad.
Jesús
se dirige a aquella mujer humillada con ternura y respeto: «Tampoco yo te condeno».
Vete, sigue caminando en tu vida y, «en adelante, no peques más». Jesús confía
en ella, le desea lo mejor y le anima a no pecar. Pero de sus labios no saldrá
condena alguna.
¿Quién
nos enseñará a mirar hoy a la mujer con los ojos de Jesús?, ¿quién introducirá
en la Iglesia y en la sociedad la verdad, la justicia y la defensa de la mujer
al estilo de Jesús? JAP
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