Quienes centran su
cabeza sobre ese primer conjunto de pensamientos, es decir, sobre cuestiones
que les vienen ya dadas y sobre las que no pueden hacer nada o casi nada,
suelen ser personas pasivas, negativas e ineficaces. Dedican gran cantidad de
tiempo y energías a pensar en los defectos de los demás (casi nunca en los
propios, ni en ayudar a los demás a corregirse) y a lamentarse de las
injusticias que la sociedad tiene con ellos (nunca en cómo ellos pueden
contribuir a mejorarla). Se quejan continuamente de los males que la salud, el
clima o la situación política traen a su desgraciada existencia. Piensan en
muchas cosas, pero todas tienen en común que ellos poco o nada pueden hacer por
cambiarlas.
Por el contrario,
las personas sensatas procuran centrarse en el segundo conjunto de pensamientos
a que nos referíamos, es decir, se dedican fundamentalmente a cuestiones con
respecto a las cuales pueden hacer algo, aunque no sea de modo inmediato. Y
gracias a que hacen algo, logran que con el tiempo ese conjunto de ocupaciones
–podríamos llamarlo círculo de influencia– vaya creciendo, pues cada vez son
más eficaces, avanzan más e influyen sobre más cosas.
Sólo ser prácticos
¿Y reducirse a pensar
solamente en lo que uno tiene al alcance de su influencia, no supone un cierto
empequeñecimiento mental? Es cierto que hay muchas cosas –por ejemplo, la
información sobre la actualidad nacional e internacional, la historia, etc.–
sobre las que poco o nada podemos influir, y sin embargo resulta importante y
positivo conocerlas, e ir formando una opinión sobre ellas.
Por eso, cuando
hablo de centrarse en el propio círculo de influencia me refiero
fundamentalmente a la actitud general que uno toma ante los problemas que
tiene: si los sitúa dentro de su alcance y los acomete, o si, por el contrario,
tiende a despejarlos fuera para luego lamentarse de no poder resolverlos.
Sentido común y carácter
Lo sensato es saber
centrar nuestros esfuerzos en lo que está a nuestro alcance, no perder nuestras
energías en lamentaciones utópicas. De lo contrario, caeríamos en una especie
de absurda autofrustración, un estilo de vida por el que las personas se
autocastigan al pesimismo, la queja y el enterramiento de sus propios talentos.
Recordando aquella vieja sentencia, podríamos decir que se trata de tener:
- coraje para
cambiar lo que se puede cambiar,
- serenidad para
aceptar lo que no se puede cambiar,
- y sabiduría para
distinguir lo uno de lo otro.
Lo que es práctico y lo que es inútil
Hay quizá
demasiadas ocasiones en que ponemos tontamente en cosas ajenas a nosotros la
capacidad de decidir sobre nuestra vida. Por ejemplo, si uno se lamenta de no
tener una casa o un coche mejor, o de no haber llegado a una determinada
posición profesional, o de no haber tenido una familia distinta a la que tiene,
puede plantearlo básicamente de dos maneras.
La primera es
quejarse de que los condicionantes de su vida le impiden lograrlo, y que sólo
cuando cambien podrá salir de su triste situación.
La segunda es
radicalmente distinta: ver qué es lo que podría cambiar en él, en su actitud,
en su conducta, para que esos condicionantes externos a su vez cambien: cómo
puede mejorar él, cómo puede ser más ingenioso y más diligente para facilitar
así que las cosas vayan cambiando. La diferencia es sencilla: acometer
resueltamente los problemas, en vez de limitarse a protestar.
Sólo con otro enfoque
Como se cuenta de
aquella multinacional del calzado que envió un delegado comercial a un país subdesarrollado
que aún vivía en régimen tribal. Al poco de llegar, el delegado envió un
telegrama a la Dirección General de la empresa diciendo: «Negocio imposible,
todos van descalzos». Lo cesaron y enviaron a otro, más resolutivo, y a los
pocos días recibieron otro telegrama, bien diferente: «Negocio redondo, todos
van descalzos. Envíen una remesa de quince mil pares».
Se trata de cambiar
el enfoque con el que se ven los problemas. Es algo que resulta de vital
importancia para aquellas personas que se han habituado a refugiarse en
actitudes de continua queja, de culpar de sus problemas siempre a otros, o de
responsabilizar de sus frustraciones a la sociedad.
En la vida misma
Por ejemplo, si tu
matrimonio no va bien, o no te llevas bien con tu hijo, o con tu padre, o con
tu jefe, poco puedes arreglar repitiendo una vez y otra sus defectos,
considerándote una víctima impotente de su pésima actitud. Piensa en qué cosas
son las que te enfadan y examínalas con objetividad: seguro que bastantes
responden en buena parte a tu susceptibilidad, o a que te has obsesionado un
poco con una serie de detalles que valoras excesivamente; o quizá es que eres
bastante menos tolerante con los defectos de los demás que con los tuyos; o a
lo mejor estás dentro de una espiral de agravios mutuos que difícilmente se
romperá si tú no tomas la iniciativa. En cualquier caso, si de verdad quieres
mejorar la situación, debes empezar por actuar sobre lo que tienes más control,
que eres tú mismo: actuar primero sobre tus propios defectos, centrarte en tu
esfuerzo por ser un mejor esposo o esposa, mejor hijo o mejor padre, mejor jefe
o mejor empleado, mejor amigo. De este modo, es más probable que la otra
persona capte tu buena disposición y te responda de la misma manera.
¿Y si la otra persona no respondiera así, sino que siguiera con su actitud negativa, como antes? Puede suceder, claro está, y de hecho sucede. Pero en cualquier caso, el modo de actuar más positivo que tienes (no el único) sigue siendo ése. Actuando así, mejorarás como persona, y de la otra manera sólo conseguirás reducir tu capacidad de recomponer la situación y aumentar seriamente las posibilidades de amargarte la existencia. AA
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