¡Ojalá tuvieran
la curiosidad de ver el mapa de Palestina que tiene su Biblia al final o entre
páginas! Podrían localizar lo que afirman algunos escritores diciendo que la
escena que nos presenta el evangelio de hoy, desde el punto de vista
geográfico, se sitúa en Cesárea de Filipo, cerca del Monte Hermón, en las
fronteras de Galilea.
Por otro lado,
si nos fijamos en el contenido y la enseñanza del texto, seguramente, Jesús
deseaba dejar bien clara su identidad verdadera, ante su nueva familia (familia
subrogada), y con ella su poder de entregar la vida para liberar al pueblo, a
los pueblos, no de los poderes de los enemigos de Israel, como se concebía al
Mesías que esperaban, sino de los poderes del enemigo de la humanidad entera:
el diablo. De allí las preguntas sobre lo que piensan de él: “¿Quién dice la
gente que soy yo?” y, sobre todo, lo que piensa su nueva familia: “¿Quién dicen
que soy yo?”.
Por un lado, al
escuchar la respuesta de los apóstoles sobre lo que piensa la gente: “Unos
dicen que eres Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que alguno de los
profetas”; y de la intervención de Pedro que confiesa su verdad diciendo: “el
Mesías de Dios”, Jesús mismo, que no niega la verdad, tampoco desea que sea
conocida. ¿Por qué? Porque no convenía, en esos momentos, ya llegaría la
ocasión en la que Él mismo la revelaría.
Por otro, era
conveniente que la verdad de su mesianismo y el final de su misión fuera
conocida por sus seguidores. Por eso, Jesús, va a revelar algo increíble para
ellos: “Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, que sea rechazado...,
que sea entregado a la muerte y que resucite al tercer día”. El Mesías
verdadero, no el mesías del imaginario de Israel, va a morir, e invita a su
nueva familia a seguir la misma suerte diciéndoles: “Si alguno quiere
acompañarme, que no se busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día y me
siga”. “¡Si alguno quiere!”.
Como podemos
observar, es una invitación, no una orden, porque si alguien acepta ser libre,
no puede ser obligado, la libertad es una conquista personal. A este propósito,
sabemos ahora que, tratándose de nosotros, no sufriremos una muerte violenta
como la suya, aunque muchos la han padecido en algún tiempo o en algún espacio,
pero sí de la muerte diaria de las ataduras que nos aquejan.
Alguien podría
preguntar: Y “¿qué cosas nos aquejan?” Bueno, muchas: a nivel corporal, la
enfermedad, fenómenos naturales; a nivel psicológico, el desajuste emocional
del que resultan el egoísmo y la soberbia; a nivel social, la pobreza
económica, la pobreza educativa, la pobreza moral y hasta la pobreza política;
etc. que resultan ser algo que cargamos y que podemos considerar como una cruz
personal y colectiva, de las que puede liberarnos. Se trata, pues, de una
determinación personal, de saber que podemos seguir a Jesús a pesar de nuestra
debilidad y hacer una opción consciente por Él. Tenemos su apoyo incondicional,
porque está siempre allí donde lo necesitamos. JDM
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