El pluralismo es un hecho innegable. Se puede
incluso afirmar que es uno de los rasgos más característicos de la sociedad
moderna. Se ha fraccionado en mil pedazos aquel mundo monolítico de hace unos
años. Hoy conviven entre nosotros toda clase de posicionamientos, ideas o
valores.
Este pluralismo no es solo un dato. Es uno de los
pocos dogmas de nuestra cultura. Hoy todo puede ser discutido. Todo menos el
derecho de cada uno a pensar como le parezca y a ser respetado en lo que
piensa. Ciertamente, este pluralismo nos puede estimular a la búsqueda
responsable, al diálogo y a la confrontación de posturas. Pero nos puede llevar
también a graves retrocesos.
De hecho, no pocos están cayendo en un relativismo
total. Todo da lo mismo. Como dice el sociólogo francés G. Lipovetsky, «vivimos
en la hora de los feelings». Ya no existe verdad ni mentira, belleza ni
fealdad. Nada es bueno ni malo. Se vive de impresiones, y cada uno piensa lo
que quiere y hace lo que le apetece.
En este clima de relativismo se está llegando a
situaciones realmente decadentes. Se defienden las creencias más peregrinas sin
el mínimo rigor. Se pretende resolver con cuatro tópicos las cuestiones más
vitales del ser humano. Algo quiere decir A. Finkielkraut cuando afirma que «la
barbarie se está apoderando de la cultura».
La pregunta es inevitable. ¿Se puede llamar
«progreso» a todo esto? ¿Es bueno para la persona y para la humanidad poblar la
mente de cualquier idea o llenar el corazón de cualquier creencia, renunciando
a una búsqueda honesta de mayor verdad, bondad y sentido de la existencia?
El cristiano está llamado hoy a vivir su fe en
actitud de búsqueda responsable y compartida. No da igual pensar cualquier cosa
de la vida. Hemos de seguir buscando la verdad última del ser humano, que está
muy lejos de quedar explicada satisfactoriamente a partir de teorías
científicas, sistemas sicológicos o visiones ideológicas.
El cristiano está llamado también a vivir sanando
esta cultura. No es lo mismo ganar dinero sin escrúpulo alguno que desempeñar
honradamente un servicio público, ni es igual dar gritos a favor del terrorismo
que defender los derechos de cada persona. No da lo mismo abortar que acoger la
vida, ni es igual «hacer el amor» de cualquier manera que amar de verdad al otro.
No es lo mismo ignorar a los necesitados o trabajar por sus derechos. Lo
primero es malo y daña al ser humano. Lo segundo está cargado de esperanza y
promesa.
También en medio del actual pluralismo siguen
resonando las palabras de Jesús: «El que me ama guardará mi palabra y mi Padre
lo amará». JAP
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